martes, 25 de noviembre de 2014

AURELIO ARTURO, LAS SÍLABAS LENTAS. Por Juan Manuel Roca. En "Galería de Espejos". Homenaje y Memoria. 40 años de su muerte

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AURELIO ARTURO, LAS SÍLABAS LENTAS
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(La Unión, Nariño, 22 de febrero, 1906 - Bogotá, Noviembre 24, 1974)

Por Juan Manuel Roca
De su libro Galería de Espejos
Una mirada a la poesía colombiana del siglo XX. 
Alfaguara Marzo, 2012


A caballo entre la generación de “Los Nuevos” y la de “Piedra y cielo” y sin casi ningún atisbo de coincidencias estéticas con estos grupos, Aurelio Arturo lleva a solas una discreta y asordinada rebelión de rechazo a los excesos lingüísticos de unos y a cierta melosería de otros, aunque esto no fuera un asunto que lo desvelara.

Con Aurelio Arturo no comienza ni termina una escuela poética, no hay el desmán vanguardista ni el deseo de deslumbramiento, no hay ni en su vida ni en su obra ninguna suerte de exotismo. Sorprende que no sea, precisamente, un vanguardista quien partiría en dos la poesía colombiana.
¿Qué es lo que causa embeleso o ensoñación en su poética, qué misterio se nos revela al contacto con su palabra hecha de esencias, cuál es esa música antes de él inaudible en la poesía colombiana que nos hace partícipes de un mundo de desnudez adánica?
¿Cómo ubicar esa voz casi silenciosa, casi susurrante e íntima, que no encaja -aunque se asomen a él ciertos ritmos de José Asunción Silva y de Porfirio Barba Jacob- en el mapa de nuestra poesía?
Uno de los temas dominantes en Aurelio Arturo, el de la infancia, es preservado por el poeta  más allá de las contingencias y los avatares de una vida más o menos desvaída, más o menos sin el brillo de grandes aventuras.  Siempre que leo a Arturo recuerdo la sentencia del escultor vasco Oteiza, que decía que la genialidad es una mezcla de intuición y descontento.  La intuición que procede a favor del misterio de su poesía quizá le brote de ese territorio mítico de la infancia. En cuanto a su descontento, baste con señalar esa manera solitaria como el poeta toma distancia de la estética imperante al momento de publicar sus primeros poemas en 1930, en medio de la generación de “Los Nuevos” y el despunte de la generación de “Piedra y Cielo”.
Aurelio Arturo bebe en la evocación, más aún que en la nostalgia, pues ese sentimiento evocativo rebasa la quejumbre, la idea de un doloroso ayer perdido.  Parece saber que el entierro de un poeta casi siempre ocurre en la infancia. Alguien lo desalienta y quiere forzarlo a reproducir un naturalismo de la realidad inmediata, y si logra convencerlo ya está: el poeta-niño da paso al poeta-muerto que habrá de llevar a cuestas el resto de sus días.
Parece como si su palabra naciera en la infancia y desembocara en el poema.  “Un largo, un oscuro salón, tal vez la infancia”.  De allí, de versos como este de “Canción del ayer”, la poética de Arturo se desdobla en otros temas cenitales: la noche y sus canciones, el viento y las palabras, los aromas y los sabores, no son otra cosa que una larga, una prolongada metáfora que se centra en el tiempo, en la temporalidad de seres y de cosas.
Casi en cada poema de Arturo hay una suerte de arte poética.  Quizá esa reflexión del poema que se informa a sí mismo sea única en la poesía colombiana, en el sentido de una constancia, de una permanencia melódica, de un intermitente regreso.
En su poema “Canción del viento”, en sus tres primeros versos, podría señalarse una especie de paráfrasis de la vida y la obra del poeta, y de su anhelo de construir la poesía desde la sombra, desde el susurro y el tono menor:

Toda la noche
sentí que el viento hablaba,
sin palabras.

No recuerdo con exactitud cual pudo ser el primer poema de Aurelio Arturo que leí en el “Panorama de la nueva poesía colombianaque reunió Fernando Arbeláez en 1964.
Pero sí recuerdo bien el tipo de emoción que me suscitó. Sentí que alguien me había hablado sin palabras, o que si estas existían estaban expresadas en un tono tan desvaído en su expresión, que sólo me había quedado una atmósfera envolvente pero irrepetible en la memoria.
En realidad el contacto inicial con la poesía de Arturo seduce discretamente, sin producir grandes emociones.  Es un poeta al que hay que llegar despojado –como su poesía misma- y que opera en nosotros como liberador de una sensibilidad que tiene su mejor recepción cuando su carga de intimismo es proporcional a nuestra intimidad mejor habitada. 
Sólo después de una y otra lectura, la belleza poética de Arturo, sus ritmos que no están hechos de sonoridades externas sino de interioridad, su poética que más que contar algo episódico se interesa en crear una atmósfera, se nos revela en su hondura y transparencia.  Toda la vida que da vida a objetos, troncos y silencios, procede de una secreta belleza que hay que descifrar con la misma serenidad y lentitud con la que transcurren sus palabras.
Si poesía bien escrita es aquella que al decir de Borges está realizada con palabras que miran hacia un mismo lado, la de Aurelio Arturo pertenece a esa estirpe: todos sus vocablos señalan hacia un ahondamiento de la realidad. Y eso mismo exige su obra de parte del autor atento: un adentrarse por los silencios de sus poemas que son como fisuras hacia un mundo escondido, un descorrer el velo de lo real gracias al don de su palabra.
No hay adorno, artes de embalsamador, en la escasa y honda poesía de Arturo. La savia que recorre los paisajes de “los países de Colombia” atrapados en su poética, es la misma que nutre su escritura.
Alguien decía que, a la manera de Esenin, el gran poeta de Rusia, Arturo era nuestro último poeta del campo.  Pero lo que atrae de nuestro lírico es, más que una geografía física, la geografía espiritual en la que se inserta cada una de sus bellas imágenes que tienen nacimiento en una especie de  impresionismo sensorial.
Ponerse en contacto con “Morada al sur”, su único, breve e intenso libro, es encontrar un discreto gusto en la elección de las palabras que corresponden a su interior musicalidad y a unos temas que se entrecruzan y se bifurcan.
La noche en sus versos  es un vasto recinto, un albergue, y no sólo la noche aldeana, sino la noche espesa de las ciudades, hacia la que poco a poco van girando sus motivos:

No la noche que arrullan las ramas
y balsámica con olor de manzanas,
con el efluvio de la flor del naranjo;
oh! no la noche campesina
de piel húmeda y tibia y sana;

no la noche de Tirso Jiménez
que canta canciones de espigas
y muchachas doradas como espigas;
no la noche de Max Caparroja,
en el valle de la estrella más sola
cuando un viento malo sopla sobre las granjas
entre ráfagas de palabras moradas;
no la noche que lame las yerbas;

no la noche de brisa larga,
hojas secas que nunca caen,
y el engaño de las últimas ramas
rumiando un mar de lejanos relámpagos;
no la noche de las aguas melódicas
volteando las hablas de la aldea;
no la noche de musgo y del suave
regazo de hierbas tibias de una mozuela;
yo amo la noche de las ciudades...
(Amo la noche)

Esa noche intemporal y mítica que se da en el poema de Aurelio Arturo por vías de la negación (“no la noche que arrulla en las ramas”... “no la noche de Tirso Jiménez”... “no la noche de brisa larga”) pertenece a un ámbito espiritual.
Varias noches y una sola conviven en la obra del poeta, como varias infancias y una sola.  De esa ensoñación, de ese arte de encantamiento de un  tiempo recobrado, está hecha buena parte de la lírica del poeta nariñense.  Como en el poema de Arnoux citado por Bachellard en “La poética de la ensoñación”: “Tantas y tantas infancias tengo/ que contándolas me perdería en ellas”, nuestro poeta tiene tantas y tantas noches que podría perderse en el laberinto que le propician, si no hiciera luz con su palabra.
Lo conceptual da paso a lo sensorial en la obra de Arturo.  Esa manera soslayada que tiene para expresar sus mundos interiores no tiene más alto precedente en nuestra poesía. Hasta sus silencios recubren una oculta musicalidad. Es una música nueva, discreta y envolvente.
No es una sonoridad externa, lexicográfica, sino algo más natural aún que la palabra.
Ese innombrable asunto que hay en sus versoses un fundamento de su estética. No lo que se dice con el verbo sino lo que se dice con el ritmo.  Más lo que se canta que lo que se cuenta.  Eso que de nuevo parece informarse a sí mismo en el poema. Si de alguna manera puede definirse a Aurelio Arturo, quizá sea como traductor de sí mismo, como alguien que se escucha atentamente en el silencio para sentir el cauce secreto de sus voces.  Así como alguien recuesta su oído en la carrilera para saber si el tren se avecina, el poeta de “Morada al sur”se escucha a sí mismo para dar salida a sus ritmos.
Aurelio Arturo vino a cambiar la música vieja, cansada, de la poesía colombiana: para ello no necesitó de grandes alardes ni grandes manifiestos.  Lo hace con discreción, desde la publicación en 1942 de su poema“Morada al sur”, el mismo año en que Porfirio Barba Jacob edita “El corazón iluminado”.
De allí a esta parte, no hay casi ningún poeta colombiano que no se sienta atraído y deslumbrado por la serenidad de sus palabras.
Creo intuir que más allá de la factura impecable de los poemas de Arturo, de su vigilia y forcejeo con el lenguaje, sus versos nacen de una imagen suscitada por un ritmo, de la cual se desprende todo el cuerpo del poema.  Otra vez, en poemas como “Lluvias”, el texto parece, además de una descripción del agua en un paisaje invernal, estar dando cuenta de su propia escritura. 
Si en vez de la lluvia pensamos en la palabra, si el silabario de las gotas lo cambiamos por el silabario de las palabras, sentimos cómo el poeta nos habla en una lengua que a su vez habla de sí misma:

ocurre así
la lluvia
comienza un pausado silabeo
en los lindos claros del bosque
donde el sol trisca y va juntando
las lentas sílabas y entonces
suelta la cantinela

así principian esas lluvias inmemoriales
de voz quejumbrosa
que hablan de edades primitivas
y arrullan generaciones
y siguen narrando catástrofes
                 y glorias
           y poderosas germinaciones
cataclismos
           diluvios
hundimientos de pueblos y razas
                        de ciudades
lluvias que vienen del fondo de milenios
con sus insidiosas canciones
su palabra germinal que hechiza y envuelve
y sus fluidas rejas innumerables
que pueden ser prisiones
                             o arpas
                                o liras
.........................................................
.........................................................

Y agrega sobre las palabras, en algo que es como un procedimiento de suplantación:

olvidamos su treno
y las amamos entonces porque son dóciles
y nos ayudan
y fertilizan la ancha tierra
la tierra negra
                  y verde
                           y dorada.

El qué decir y el cómo hacerlo están tan ligados en la expresión poética de Aurelio Arturo, que no sólo en la disposición tipográfica de los versos de “Lluvias”, sino en la cadencia misma de sus giros y vocablos, sentimos la música, el sonido de un espacio invernal.
Todo esto se produce en la idea recurrente de que sus poemas tienen, en un alto número y en un alto grado, un arte poética de fondo.  Porque se siente en mucha de su poesía cómo esa lluvia del lenguaje “comienza un pausado silabeo” para luego soltar “la cantinela”.  La palabra desnuda, la palabra cotidiana, se ve tocada de una nueva vida gracias a la serena metaforización que desliza Arturo a lo largo de sus versos.
Mi generación debe, más que a ningún otro poeta, a la enseñanza del poeta de“Morada al sur”.  Es la suya una lección de tenue lirismo. Sus poemas, como algunos momentos de Jorge Gaitán Durán, de Carlos Obregón o de Fernando Charry Lara, que buscaron la mesura verbal, ayudaron a conformar una rica vertiente de la poesía colombiana que llega a nuestros días.
De otra parte, por primera vez el país geográfico, nuestro entorno, deja de tener en el poema un sesgo nacionalista, un rango patriotero, para hacernos ver la tierra de todos y de nadie:

Oíd el canto de las tierras de nadie.
Tanta belleza es cierta, viva, sensual, sencilla,
no obstante todo aquí habla de otras tierras más dulces,
todo aquí es presencias y hablas de maravilla.

Dispútanse las hojas cada cual susurrando
tener un más hermoso  país ignoto y verde,
y las nubes, se dicen, sedosas resbalando:
aún más bello y dulce otro país existe.

Y unas aguas oscuras que casi no se escuchan
pretenden que su vago país aún más dichoso
es, que los ilusorios países de la nube.
¡Oh presencias aquí de arrulladas orillas!

De noche las estrellas murmuran: somos hojas
de celestes follajes, y en acordados ritmos
cada hoja se mece al son de alguna estrella,
en estos cielos vivos de las tierras de nadie.

En estos cielos vivos de las tierras de nadie
hay tanto vuelo ágil, tanta pluma irisada,
que es como si los pájaros fueran aquí más libres,
que es como si esta tierra fuera tierra de aves.

Cielos abandonados a las nubes y al vuelo
melodías de alas que en el trino las abren,
y a las algarabías vegetales que llaman
las lentas nubes blancas de las tierras de nadie.

Tierras, tierras de nadie, oh tierras sin caminos
que aún no oís el ritmo de la humana tonada,
la dulce y suave y honda tonada de las bocas
rojas, la flecha leve que ató toda distancia.

El tema del paisaje virgen en el que no existen caminos, crea un ámbito de libertad que la palabra de Aurelio Arturo dignifica. Sus palabras son de nuevo “aguas oscuras que casi no se escuchan”: así anda su verbo descalzo por los senderos del poema.Todo es rumor, sonido de acequias, de hierbas que crecen, en fin, de hechos intangibles a los que dota de vida desde un carácter elusivo que habla cuando calla y calla cuando dice.
Si Baudelaire señalaba que el mundo es “un almacén de símbolos”, en el amplio espectro simbólico de Aurelio Arturo creo ver a un hombre que supo cargarse de provisiones para el breve camino de su arte.
 Sus bodegas interiores, su amplia alacena no lo es tanto por la cantidad de símbolos y de registros, como por la precisión de ellos.  ¿Ya Rimbaud no había conocido la historia del mundo desde la noche de un granero?  Y claro, todos esos símbolos de pureza de la infancia, de grietas en el sueño, de lluvias eternas, de casas invadidas por la música, están envueltos en un idioma de un sabor que raras veces se percibe en la poesía hispanoamericana. 
Entre su bagaje simbólico hay uno que se centra en la infancia, que señala sin duda el asombro del niño que persiste en habitar en todo autentico poeta.  Cuando el señor Barrie, autor de Peter Pan, decía que al momento en que un niño afirmaba la inexistencia de las hadas, una de ellas caía muerta al piso, quizá señalaba la aparición de la madurez, ese momento en que el poeta-niño da paso al poeta-muerto.  En su “Canción de las hadas” Arturo hace profesión de fe en estos seres de leyenda, como un emblema del asombro, en la creencia y la afirmación de otros mundos milenarios: “¿No creer ya en las hadas?/ Pero entonces... Yo creo, ciertamente,/ que mi antigua aya era una reina de hadas,/ y lo supe cuando en el cielo de su mirada/ subían rosas ardientes y cuando su palabra/ quemó mi piel sin dejar señales,/ y porque en su corpiño, bajo las sedas,/ le palpitaban palomas blancas”.
Otra vez lo entrevisto por Aurelio Arturo da cuenta desde elementos simbólicos –en realidad toda gran poesía es simbólica- del sentido de estar vivo, aquello que Wallace Stevens apreciaba como inherente a la verdadera poesía.
Más allá de lo que Denise Levertov llama “poesía de impulso lingüístico”, algo que tuvo asiento en el surrealismo, los poemas de “Morada al sur” nacen de una contemplación directa o recordada.  La misma Levertov nos recuerda que contemplar proviene de “templum, templo, lugar, espacio de observación indicado por el augur”.
¿Se podría decir entonces que la poesía de Arturo por ser contemplativa está de espaldas a cualquier acción? En contradicción con la teoría de Pierre Reverdy, que afirmaba que la poesía no habita en la naturaleza, que las imágenes no existen sin que el hombre las vea, el poeta colombiano parece creer que la rosa también disfruta de su olor. Algo que niega una visión puramente contemplativa.
Siempre hay una acción cuando la palabra sirve de instrumento, de herramienta para penetrar y bucear en la naturaleza, en las muchas realidades que conviven en una más amplia realidad.
La transformación de las cosas en la poesía de Aurelio Arturo y de esta en las cosas, es un diálogo, una tenue conversación:

Y termina la canción porque el gallo canta
y el sueño despierta el pequeño cadáver,
y llega el alba sobre sus yeguas blancas.
(“Canción del niño que soñaba”)

Coloquial, metafórico, descriptivo, cotidiano y onírico, el hacer poético de Aurelio Arturo se nutre de un apetito de saberes.
No sólo del acaecer cultural,  del conocimiento de otras lenguas ni del recuerdo de seres que en el sur del país lograban hacer del trabajo una epopeya de camaradería y serenidad, está construida la morada de su poesía. 
En el fondo de cada uno de esos paisajes atrapados en una larga cacería de imágenes, Arturo pone como epicentro al hombre, sus alegrías, sus dudas, sus oficios, sus evocaciones y desvelos.
En toda esa visión lírica de un mundo que ahora parece perdido, hay  un rigor que busca lo esencial.  No el rigor que constriñe, el rigor que limita, sino el que libera de exotismos, de trivialidades y grandilocuencias.

Aurelio Arturo en sus propias palabras:
“He escrito un viento, un soplo vivo/ del viento entre fragancias, entre hierbas/ mágicas./ He narrado el viento, solo un poco de viento”.
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sábado, 1 de noviembre de 2014

El abrazo de la mirada 5. Samuel Vásquez. Fondo Editorial Ateneo Porfirio Barba Jacob, 2014. Premio Ensayo Ciudad de Medellín

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El abrazo de la mirada 5

Samuel Vásquez 

Premio Ensayo Ciudad de Medellín


Fondo Editorial Ateneo Porfirio Barba Jacob, 2014
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FRAGMENTO del LIBRO: 


crisis Crítica




En esta convención cartográfica que llamamos Colombia, la actividad crítica siempre ha sido anatemizada, y el conflicto, objeto de crítica, se transfiere al sujeto que lo señala. Así, en acomodada simplificación que mece nuestra infatigable siesta histórica, el conflicto no les parece otra cosa que la proyección de la mente de un ser conflictivo. En lugar de observar atenta y críticamente lo señalado, miran con desdén el dedo que señala: como han perdido toda fe en sí mismos (aunque lo nieguen) no pueden admitir la crítica; como han perdido toda razón vital (aunque lo disimulen emborrachándose) no hay espacio para la alegría.

Del «fracaso de las ideologías» y el «fin de la historia» chupan el sustento para su astuta convocatoria a una boba unanimidad de salvación nacional. Con las mismas manos que aplauden el desuso de las ideologías, más fuertemente se aferran a la suya, refractaria no sólo a todo lo nuevo sino a todo lo otro.

Para desactivar toda acción libre comunitaria o personal, pretenden querer informarnos, de manera perentoria, que la responsabilidad ética y social del ser humano sobre su propio destino, sobre su vida privada y colectiva ha quedado en suspenso definitivamente. Que la transformación de la realidad que nos han legado es sólo una astuta falacia de algunos listos, que la creación de imaginarios y de mundos propios es un embeleco para embaucar incautos. Que el «fin de las utopías» ya se dio. Que todo ya está decidido, que la historia está dada y no puede ser intervenida. Que toda cosa, proyecto o producto que no esté mediado por el mercado es apenas una fantasía inoperante, vacía de realismo. Que la creación en nuestras manos es mera ilusión, que nos queda la única posibilidad de ser espectadores. Que las ideas son meros placebos, que cualquier disidencia es un analgésico. Que un pensamiento no catalogado por ellos es pornográfico, que la práctica social o política contestataria es un delito, que el único lugar para los artistas y los intelectuales es el desencanto instruido. Que el arte y la poesía son apenas consoladores para la autocomplacencia. (Pero nosotros no podemos dejar de pensar en María Zambrano cuando nos dice que “la utopía es la belleza irrenunciable”).

Nos recuerda Jean-François Chevrier:

“Foucault dijo que los métodos de exclusión siempre van acompañados de un ideal. Habermas hace una distinción entre el ideal en el ámbito público burgués y la ideología burguesa al afirmar que el ideal conlleva una promesa de transformación social, de superación de la ideología. Foucault rechaza rotundamente esa distinción, lo que no quiere decir que practique una crítica radical por sistema, por ejemplo una crítica de las producciones imaginarias. Más que sospecha sistemática, Foucault tiene confianza en lo imaginario. Los espacios de exclusión son también espacios imaginarios, como el barco de los locos de Historia de la locura en la época clásica. Los espacios de libertad son también espacios de confinamiento, y viceversa. Foucault expresa esta ambigüedad. Aunque el poder produce sujetos, el sujeto que está dentro de las estructuras de poder sigue siendo capaz de crear una subjetividad alternativa. Recordemos su obra de 1967, donde contrasta la utopía con la heterotopía: el «otro espacio». Me da la impresión de que Broodthaers coincide plenamente con la noción de Foucault de la heterotopía como alternativa a la utopía. La utopía es la idea de que se puede inventar un sistema radicalmente diferente. Las heterotopías son espacios ambiguos, donde el poder excluye pero donde también se produce lo imaginario. Son lo que Foucault llama ‘enclaves de imaginación’.”

Hay que resistir contra los taimados discursos seudo-históricos que anuncian el fin de la historia, el fin de las ideologías, que sólo favorecen la permanencia de su propia ideología que se aferra cada vez con más fuerza al poder a través del unanimismo del pensamiento único de derecha instruida.

Lo que nos pasa es previsible por ser el resultado lógico de las tendencias dominantes de la “inteligencia”, del orden único del mercado y de la política globalizada.
Hay que rebelarse contra el pensamiento indiferente y estéril, que con una pretendida neutralidad cohonesta su insensibilidad comunitaria y social, y poco le importa la circunstancia real de sus vecinos y de su ciudad, y arrebatar de sus manos la predeterminación de nuestro destino que siempre podrá ser posibilidad, oportunidad, tiempo indecidido. Hay que promover la insumisión y desterrar la apatía y el inmovilismo.

Hay que subvertir la lógica de las instituciones y la programación de sus espectáculos insignificantes –elitistas o populacheros-, y delatar la servidumbre cómplice de los medios de comunicación.

Hay que contestar, delatar y frenar el desmantelamiento cultural y artístico promovido por las instituciones públicas, obedecidas y auspiciadas por el capital privado. Hay que contestar el desmantelamiento artístico promovido por las instituciones privadas auspiciadas por el Estado.

La soberanía no empieza en San Andrés, la soberanía debe empezar en cada individuo, que es a quien le ha sido arrebatada por el pensamiento unanimista del statu quo y por la lógica monolítica de la globalización.

La toma de consciencia no es un hecho dado, ya realizado y cerrado. La toma de consciencia se construye cada día ante cada circunstancia que se presenta.

Los reencauchados teóricos criollos se sienten muy cómodos en su posmodernidad, porque al fin terminó esa angustiante exigencia modernista de originalidad, de riesgo, de audacia, de avanzar con alegría en lo desconocido. En su odio a las vanguardias olvidan que una vanguardia que triunfa es como una teoría científica que se comprueba: permite actuar sobre lo real  hasta hacerlo parte de la realidad misma. En su odio a lo nuevo olvidan que tradición traición  provienen de una misma raíz latina.

La fuerza de los pensadores del siglo antepasado y de principios del pasado, radicaba en su amor irreductible hacia el espacio que respiraban, y en su capacidad para la ironía ante su precario e inestable presente personal. Conocían el pasado a cabalidad y lo comprendían con sabiduría, y tenían una maravillosa capacidad para predecir el futuro, pero su presente personal era apenas una tragicomedia. La contradicción entre su entusiasmo desbordado por las amplias posibilidades que ofrecía la vida moderna y su humor ante la propia insegura circunstancia existencial, fue la generadora de su fuerte visión crítica y de su dialéctica enriquecedora.

Hoy la crítica, la contradicción, la interrogación, son despreciadas y consideradas rasgos inequívocos de inseguridad y debilidad. Por eso se añoran los gobiernos fuertes: se anhela el padre responsable que responda por nosotros a preguntas que no queremos siquiera conocer, porque nos negamos a acceder a una edad adulta, es decir, creativa.

Hoy el peligro (propiedad exclusiva del presente) se disimula, se oculta, se disfraza, porque de otra manera se estaría obligado a plantear preguntas y a dar respuestas. Nietzsche dice que el peligro «es la madre de la moral», pero ahora la moral es esa «debilidad del cerebro» de que hablara el poeta.


La crítica de Arte como contrapunto

La obra de arte no impone un monólogo soberano sino que plantea un diálogo invencible, como dice Malraux. Y debiera ser el crítico, en representación del público, su autorizado interlocutor. Es él quien debiera rescatar para el espectador su derecho a la pregunta. Debiera ser él quien restaurase la dignidad del espectador de la humillación a la que ha sido sometido por el Poder Cultural. (Poder sutil pero tiránico). Es obligación indeclinable del crítico estar en el exacto momento de la imagen, de la vida y del presente histórico.

Contra la visión arqueológica donde la acumulación de tiempo otorga valor a las cosas sin distinguir objeto de obra, viejo de antiguo, manufactura de estilo, y sin la visión histórica donde la coherencia espacial, temporal y social asignan un punto de vista obligado, una forzada perspectiva que encajona la obra de arte, el verdadero crítico (sin tiempo y sin distancia) está obligado a poseer el don de la iluminación instantánea que le confiere el milagro. Debe ser él, como instrumento sensibilizado, el ser dotado para revelar las, a veces arcanas, señales de la obra.

Pero en nuestro medio el crítico hace parte del Sistema, hace parte del Poder Cultural: estafa intelectualmente al espectador y chantajea al artista. Como «espectador de profesión» que es, padece el deber de leer todo, de mirar todo, de juzgar todo, perdiendo la libertad y la alegría de leer y de mirar del espectador común que es aleatoria y se fundamenta en el placer, en el goce. En su exhibicionismo intelectual de entendido ha castrado lo más maravilloso que es dado al espectador de arte: su orgullo de cámara.

Mark Rothko dice, «Odio y desconfío de todos los historiadores del arte, de los expertos y de los críticos. Son un puñado de parásitos que se alimentan del cuerpo del arte. Su trabajo no es solamente inútil, confunde. No dicen nada que merezca la pena escuchar ni sobre el arte ni sobre el artista, a no ser que sean cotilleos, que estoy de acuerdo que pueden llegar a ser interesantes»

 Su lenguaje es un ejercicio de Poder. Su discurso sólo conduce a un veredicto. No hay en sus palabras ni amor, ni dolor y mucho menos asombro. En su arrogante vanilocuencia olvida que la verdadera crítica pertenece al silencio del artista ante el papel, el lienzo, la pantalla en blanco.

Para Guilio Carlo Argan,
por su correspondencia con el muchacho que yo era

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***  18 DE NOVIEMBRE, 2014,  Medellín, 7:30 Pm
--- El abrazo de la mirada 5. Samuel Vásquez*  (Medellín). Presentación del libro ( Fondo Editorial Ateneo Porfirio Barba Jacob, http://corporacionateneodemedellin.com/ ) Premio Ensayo Ciudad de Medellín.  . * Poeta, dramaturgo, ensayista, curador de arte, músico y pintor. Lugar: Galería Julieta Álvarez. 312.71 30. // Hay que subvertir la lógica de las instituciones y la programación de sus espectáculos insignificantes –elitistas o populacheros-, y delatar la servidumbre cómplice de los medios de comunicación. / Hay que contestar, delatar y frenar el desmantelamiento cultural y artístico promovido por las instituciones públicas, obedecidas y auspiciadas por el capital privado. Hay que contestar el desmantelamiento artístico promovido por las instituciones privadas auspiciadas por el Estado. /// * http://www.otraparte.org/actividades/arte/abrazo-mirada-1.html , http://www.otraparte.org/actividades/arte/abrazo-mirada-3.html

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