lunes, 21 de abril de 2014

UN MAGO VISTO POR UN PROFESOR INGLES. Por Eduardo Escobar. Ensayo No 14 de su libro "Cuando nada concuerda" (2013)

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Un mago visto por un profesor inglés (Décimo ensayo, 14 páginas). El mago, obviamente, es García Márquez en relación con su obra, amigos y episodios de su vida. El profesor inglés no se los voy a decir. Sería imprudente de mi parte. Siempre debe dejarse algo para la imaginación del lector. Es mejor que ustedes mismos lo averigüen.

Presentación de "Cuando nada concuerda"
Por  Jaime Jaramillo-Escobar * 
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UN MAGO VISTO POR UN PROFESOR INGLÉS


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Ensayo No 14 de su libro "Cuando nada concuerda" (2013) 

Hace años Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa estuvieron en el centro de un escándalo que hubiera pasado desapercibido entre seres comunes y silvestres, cuando éste, amigo entrañable de García hasta esa fecha, le propinó, en una fiesta cultural, una trompada que retumbó en las páginas de los diarios más allá de las secciones, cada días más magras además, dedicadas a la literatura. Dicen que fue por un asunto de faldas.
A partir de ese día García Márquez debió soportar la animadversión de su colega peruano, que incluso sacó del cuerpo de su obra la Historia de un deicidio, el ensayo enjundioso que había escrito para celebrar la gloriosa aparición de Cien años de soledad. Y Vargas no desperdició en adelante ocasión para reprochar a García, a veces de manera abierta, y a veces velada, su amistad con Fidel Castro.  
 La anécdota de los dos escritores que acaban en orillas opuestas del pensamiento y de la vida por una señora, había sido anticipada por Sartre y Camus, quienes también acabaron distanciados por cuenta de un incidente romántico, si los chismorreos de los cafés de París no mintieron. Y hay otra, menos notoria, por la cual se separan para siempre a causa de un enredo de amor, unos jóvenes camaradas que hacían juntos sus primeros pinos en la literatura. Después de compartir admiraciones y lecturas, los dos intelectuales colombianos más influyentes en la segunda mitad del siglo xx, Gonzalo Arango, fundador del nadaismo, y Estanislao Zuleta, director del Partido Revolucionario Socialista y del Instituto Sigmund Freud, cancelaron sus tratos por un incidente amoroso relacionado, en este caso, con el reputadísimo complejo de Edipo. Un complejo que Zuleta agitó después, infatigable, en sus ensayos sobre cualquier cosa, como si tratara de curarse la herida que le infligió su madre viuda al poner los ojos en su camarada. A Arango le gustaba recordar la afirmación de Nietzsche según la cual algunos parten en busca del conocimiento o la belleza y regresan enarbolando las enaguas de una mujer.
Parece natural que esas dos plumas de alto vuelo en el firmamento de la literatura latinoamericana, como García Márquez y Vargas Llosa, terminaran escandalizando la crónica social a puñetazo limpio por asuntos de cuernos. O de trenzas. Entre los escritores de la generación del afamado boom figuraron argentinos tristes como Cortázar más cerca del dadaísmo que del realismo fantástico, románticos cosmopolitas como Carlos Fuentes y melancólicos recalcitrantes como Juan Rulfo. Ellos deben inscribirse en la tendencia machista del gran movimiento editorial. Pues encontraron con frecuencia los motivos de sus relatos entre las soldadescas y en los ambientes de perfumes viles de los burdeles de los pobres, y disfrutaron hablando en sus libros de vergas y de hazañas sexuales.
Vargas descendió de los páramos andinos a la fama internacional. García debió subir, y subir es más arduo, de las llanuras ardientes del Caribe a una gloria incomparable con la de otro escritor en su siglo. La diversidad de los orígenes tal vez explica las divergencias que llegaron tan lejos, lo mismo que el estilo que los diferenció desde el principio de sus carreras. El peruano pinta la brutalidad latinoamericana según las técnicas de los talladores de palos, de los novelistas del realismo balzaciano. Mientras el otro poetiza, matiza, encanta la realidad con adjetivos sabios o sorprendentes y ritmos calculados. Y lo que los singulariza al escribir, también los distingue a la hora de actuar y de pensar. Vargas aspiró a la presidencia de su país. En cambio, cuando a García Márquez se le invitó a postularse como candidato, a nombre de una agrupación de izquierda, puso pies en polvorosa. Más discreto y razonable, dijo que era solo un poeta. Y escapó a Méjico.   
No es necesario ser gabófobo, gabólatra, gabófilo ni gabólogo para dejarse encandilar por la parsimonia caribeña del estilo de García Márquez  lleno de color, de frases redondas y logradas, en un vocabulario a veces exuberante, y respetuosas del rigor sintáctico, sin ínfulas de ideólogo. Vargas, es más rotundo y directo. Y también menos ponderado en sus declaraciones públicas. Incluso, a veces fatiga, cuando adopta la misma arrogancia que atribuye a los militares que caricaturiza en sus obras, y deja la impresión  de uno que está a punto de ponerte de ruana un charango si habla de política o si habla de literatura. Y parece más fiero y beligerante hoy, convertido en uno de los adalides del liberalismo burgués, que antes cuando fue otro destacado representante de la izquierda exquisita suramericana.
Paradójicamente a los viejos amigos, separados por líos con mujeres, solo los une ya la amistad con Plinio Mendoza. Justificada en García Márquez por los recuerdos de juventud cuando junto a Plinio se ganaba la vida en el periodismo en Caracas y La Habana y mamaban de las ubres de la loba comunista para sobrevivir. Y en Vargas Llosa por la afinidad en el neoliberalismo recalcitrante y el desprecio por Fidel Castro. Ambos, Plinio y Vargas, fueron formados en las punas. A García Márquez y a Castro los unen en cambio las luces francas del Caribe, el gusto por el rumor de los cocoteros y el asombro ante los mares azules y los cielos de la infancia que nunca se olvidan.
 Los reproches de Vargas Llosa a García Márquez por sus vínculos con La Habana hacen pensar en un maniqueísta incapaz de distinguir un amigo de un cortesano. Pero García Márquez es de una flexibilidad asombrosa. También concede el privilegio de su intimidad al monárquico Alvaro Mutis. Y se sintió bien, después del asalto de la gloria, cenando entre reyes, políticos rastreros y millonarios, lo mismo que en los chupaderos de ron de Cartagena que frecuentaba con Alejandro Obregón y Alvaro Cepeda Samudio, sus compadres del alma, cuando todavía era pobre y anónimo.
Castro es el personaje emblemático de un empeño marchito. Esto no significa que estemos obligados a hacerles el juego a los altivos filibusteros del capitalismo voraz, incluidos los militares ecuatoriales que les cumplen el trabajo sucio como a veces hacen Plinio y en cierto modo, Vargas Llosa. Puede ser cierto como muchos alegan que la hostilidad yanqui, las conspiraciones de las agencias imperiales de espionaje y el bloqueo comercial, solo hayan servido para radicalizar el aparato castrista de represión, haciendo más difícil la vida de los pobres cubanos emparedados para su mala suerte entre el sueño de la utopía marxista del obstinado comandante y el pragmatismo anglosajón.  Además, se sabe que García usó muchas veces su enorme prestigio para sacar de la cárcel a los poetas condenados por el régimen castrista y sus conexiones con la izquierda para estimular procesos de paz en todas partes en la revuelta Latinoamerica. Lo cual haría de él un discreto diplomático, un amansador de lobos, más bien que el lacayo que quiere ver Vargas y que Plinio, que tiene fama internacional de ladino, cubre con un  silencio entre condescendiente y amistoso. 
Nadie sabe lo que debió sentir el hijo de un telegrafista, nacido en Aracataca, en el borde del mundo razonable, cuando fue entronizado, después de la publicación de Cien años de soledad, como el gran patriarca de la lengua castellana junto a Cervantes, coronado por una gloria inesperada que apenas mancillaron el chiste flojo de Borges cuando dijo que solo había si capaz de leer cincuenta años de soledad, y por la acusación de plagiario de una obra de Balzac de que lo hizo víctima Miguel Angel Asturias. Una exaltación así tiene que suscitar en un hombre razonable el sentimiento confuso de participar en una olímpica tomadura de pelo. Fue tal el pavor, que en la apoteosis dijo que su libro era tan solo una mamadera de gallo, un vallenato largo dedicado a sus amigos de Barranquilla y un recocido de los guiones que escribió en Méjico cansado de los rechazos de  los productores.
La antigüedad le concedió al Verbo un carácter sagrado. Y aún se confiere a veces a los escritores un hálito mágico, en los tiempos de la descomposición del átomo, la decodificación del abecedario genético y los viajes a Júpiter. El prestigio de  gran chamán le cayó a García Márquez después de la publicación de la novela de la desmesurada familia Buendía, que de carambola reveló la belleza de sus obras anteriores mal percibidas hasta entonces por la crítica. Cada familia que conozco, rica o pobre, por alguna razón misteriosa, halló en Cien años de soledad un reflejo de la propia, como si el libro fuera un cristal de proyecciones astrales, una bola de adivino, o un Aleph donde todos se contemplan fundidos en una cósmica identidad indescifrable. 
 La crítica ha señalado la influencia de Faulkner en el primer García Márquez. El reconoció su devoción por la prosa de Hemingway que debió atemperar en él la rudeza barroca del autor de Las palmeras salvajes, Mientras agonizo y Luz de agosto. Pero también dijo que solo después de leer La metamorfosis, de Franz Kafka, supo que en la escritura todo está permitido como en el amor. García Márquez amalgamó con una inteligencia endemoniada un montón de tendencias disímiles que parecía imposible conciliar. El enredo de las influencias donde su genio tomó forma incluye además a los trágicos griegos que a veces le ayudaron a elaborar las estructuras de sus relatos, y a los piedracielistas colombianos que le enseñaron el gusto cachaco por la corrección lingüística y el lirismo taimado. Y después de todo eso, se convirtió en un hombre para querer más que para ser comprendido. Cuando uno se esfuerza demasiado en entenderlo corre el riesgo de decepcionarse, de descubrir a la postre al prestidigitador detrás del hombre de letras. Lo cual no es un denuesto. Pues él mismo aceptó una vez que en el fondo de su alma se sentía identificado con Blacamán, su personaje, vendedor de milagros arrevesados.
Lo que admira en el homenaje perpetuo que hacen de su vida, más allá de la estadística de los libros vendidos y de las traducciones a todos los idiomas del mundo en  la Babel de las lenguas humanas, es el modo  como quieren a García Márquez en todas partes. Se entiende en los lectores anónimos, agradecidos por el placer que les procuran sus inventos. Pero mucho menos ver reunidos en el canto coral a los colegas en el oficio: es sabido que el colegio de los escritores suele ser avaro en el reconocimiento de las virtudes de los compadres vivos.
García Márquez parece menos afortunado por la gloria que lo persigue con su malentendido  que por la gracia de haberse hecho amar del modo como se le quiere, realizando el lema que adoptó al principio de su gloria, para ampararse de la explosión súbita de la fama, cuando declaraba que escribía para merecer el afecto de sus amigos. Y nada importa si buscó ser querido, por la oscura vocación narcisista del eterno inmaduro, del huérfano virtual, separado temprano de unos padres a quienes incluso dejó de reconocer, o por la certeza de que provocando el cariño hacemos menos pesado el embrollo matrero de esta vida.
La biografía de García Márquez se deja leer como la fantasía de uno que, oriundo de una aldea remota, situada  en los confines del mundo, al cabo de esfuerzos leales de mecanógrafo acaba, valido de una imaginación desaforada y de una labia soberana, como huésped de honor de los hombres más conspicuos de la Tierra por el éxito en los negocios, la inteligencia o el poder. Su historia es la de uno a quien todo le sucedió como sucede en los cuentos de hadas con una llaneza de la que nadie aguardaba tantas doradas consecuencias. Ni siquiera su madre, para quien su mayor orgullo no fue haber parido al fabuloso fabulador, si no la hija monja que tuvo, y que cuando aquel coronó su carrera con el Premio Nobel solo se alegró pensando que por fin le iban a arreglar el teléfono.
Las biografías de los escritores suelen estar plagadas de las angustias de unos que tuvieron el infortunio de nacer en familias descompuestas, acosados por las tormentas interiores, o aquejados por algún mal moral o físico. La de García Márquez, salvo sus hambres parisinas y un noviazgo en Europa con una actriz sin futuro, transcurrió en medio de una formalidad que siguiendo la tónica del realismo mágico se transformó de repente en una anomalía increíble. La época de necesidades de Barranquilla es la de cualquier joven escritor en un país acostumbrado a ignorar a sus artistas; los años de reportero en El Espectador son muy parecidos a los de muchos reporteros de la provincia colombiana en Bogotá, y lo mismo puede decirse de sus días mexicanos, cuando tuvo que trabajar en publicidad para alimentar a su familia. No es el único que habiéndose jugado su destino contra la poesía debió ampararse en la industria moderna de las mentiras que hace de un pañuelo de papel un gran hallazgo en los anales del ingenio humano, de un agua turbia el símbolo de la felicidad, o un acontecimiento cósmico de la llegada al mercado de una nueva salsa de tomate. 
Bogotá le hubiera proporcionado la ocasión de probar su coraje, como a Hemingway o a Malraux la España de la guerra civil. Pero en vez de quedarse al bogotazo, al incendio que siguió al asesinato de Gaitán, para escribir la crónica del memorable desorden de borrachos, García se montó en el primer avión disponible y fue a refugiarse en Barranquilla, una ciudad más pacífica entonces, y sobre todo más alegre que la capital de Colombia, donde todo el mundo iba vestido de negro, y donde una noche, en el tranvía de Usaquén, mientras iba leyendo poemas de Jorge Rojas, se topó con un fauno oloroso a espliego. El encuentro con el fauno fue la primera cosa extraordinaria que rompió la normalidad de su vida, dijo más tarde. Si no fue un invento maestro para compensar en su memoria el aburrimiento bogotano que entonces lo aplastaba.
Jamás uno de mis libros vendió mil ejemplares hasta Cien años de soledad, se quejó en un reportaje. Algunos pocos críticos, entre los que debe contarse al nadaista Gonzalo Arango, habían reconocido la eficacia de su prosa desde los días del coronel que no tuvo quién le escribiera, de La hojarasca, La mala hora y de La mama grande a cuyos funerales asistieron todas las personas de relevancia en la Tierra desde los gaiteros de San Jacinto hasta Su Santidad el Papa. Y así habría seguido siendo si la necesidad que tiene cara de perro no le hubiera inspirado ese libro de hechicerías que le daba vueltas en la cabeza desde la adolescencia, y cuyo manuscrito cargó en un maletín por todas partes mientras le hacía quites a la penuria y trataba de salir adelante a punta de reportajes y crónicas medio verdaderos a veces y a veces medio falsos, que hoy suelen figurar en las antologías ejemplares del periodismo moderno. 
Cien años de soledad fue el fruto de la desesperación de un escritor a punto de perder la esperanza en sí mismo. Pero cuando lo publicó, en la mitad del camino de su vida, la fama le cayó como un martillazo inesperado, y los reflectores del mundo giraron hacia él para seguirle cada paso, en Barranquilla comiendo butifarras de esquina o tomando vinos reservados de Francia en el Eliseo, con Bill Clinton en la Casa Blanca o con Fidel Castro en el yate privado del comandante, hirviendo langostas recién sacadas de los mares azules de Cuba. Enemigos irreconciliables, en desacuerdo sobre todo lo demás, coinciden a veces en la admiración por su obra. Unos pocos, en público o en privado, se encargan de establecer el contraste. Pero es posible que las críticas injustas y los insultos gratuitos de los enanos reediten el complejo de Eróstrato, el recurso fácil de asociarse a la divinidad por la agresión y el improperio. 
  Muchos en todo el mundo comenzaron a declarar que había dado a luz un libro igualable con el Quijote y la novela paradigmática del siglo xx. Lo cual sonaba a exageración en una centuria que produjo obras más coherentes con el desarrollo natural del género, como el intrincado Ulises de Joyce que jamás se deja escudriñar por completo, como la Muerte de Virgilio, de Herman Broch, que explora las relaciones entre la poesía y el poder en un lenguaje luminoso, relato, ensayo y canto, o como El tambor de hojalata, de Gunther Grass, otro libro grotesco y feliz como el de Cervantes, o como Gargantúa. Pero Cien años de soledad rozó e hizo vibrar una fibra del corazón de los lectores en los cinco continentes. Y eso la singularizó entre todas las novelas de su siglo, incluidas las mayores de Thomas Mann, y contando con el mamotreto incalificable de Proust. Está más cerca del desenfado del inconsciente, de la sustancia de los mitos, que de las elaboraciones intelectuales de los maestros consagrados de la prosa europea y norteamericana.
Cuando apareció Cien años de soledad, en medio de bombos y platillos, al principio tuve desconfianza por el alboroto que armó. Pero después cedí a la curiosidad. Algo habría en un libro que ocasionaba semejante clamor, me dije, y me rendí al deslumbramiento. A pesar de los magros ingresos de mi juventud recién casada, con un hijo ya, me convertí en un entusiasta propagandista del delirio. No exagero si digo que disminuí la ración de leche de mi primogénito para distribuir el libro entre los amigos. Y que me sentía bien pagado al contemplar luego sus caras de felicidad. Aunque también sabía que se burlaban de mi admiración por un anecdotario de amores embrollados y guerras fracasadas, después de haberme oído decir tantos años que Malone muere, de Samuel Becket,  era la novela extrema del siglo, la insuperable ya, la más grande en su minimalismo pernicioso. Juro que mi frenesí no tuvo que ver con el hecho de que en mi familia, discreta en todo lo demás, y muy distinta de la familia Buendía en todo, algunos hubieran nacido también con una enroscada cola de cerdo rematando el coxis como el último parido en Macondo. 
No sé cuántas veces empecé el libro. Cada vez que me ponía en la tarea me encontraba con alguien que no lo había leído, le regalaba mi ejemplar, por caridad, compraba otro y volvía al principio de buena gana. Avasallador, este hombre ha convertido la literatura en naturaleza, pensaba. Al final, para defenderme de la influencia, me esforcé por encontrarle a García Márquez una semejanza con uno de los Tres Diamantes, el trío mejicano de boleros de repostería, (él dijo que se había dejado el bigote para parecerse a Bienvenido Granda), y con los fabuladores de Las mil y una noches cuyos descendientes pararon en la Guajira vendiendo alfombras. Y de tanto trajinar por sus fantasías de muchachas que se alimentan con la tierra del suelo de la patria y con la cal de las paredes de las casas, y de tratar de entenderme con la lógica de su poesía que retuerce las cosas hasta que sueltan la esencia, comencé a dudar de García Márquez tanto como de mi buen olfato de lector. El fervor colectivo siempre me pareció sospechoso en el arte y nunca me sentí cómodo entre las mayorías.   Así, por una inveterada inclinación a llevar la contraria que es la  manera más segura de mantener la sensatez, según me enseñó el pintor Norman Mejía, decidí al fin dentro de mí que esa novela no era más que un Disney World de los pobres. Y me gustó saber que García Márquez pensaba igual que yo, según le dijo a un amigo común, el periodista Iáder Giraldo que le fue con mi chisme. De modo que, con todo respeto, regresé a mi querido Becket, y a los discursos inmóviles de los objetalistas franceses donde la historia tiene la cortesía de perdonarnos la vida y no hace trampas estimulando el sentimentalismo de  los lectores, ni apela al chantaje emocional de los cuentos tristes con un principio prometedor y un desenlace desgraciado.
  El entusiasmo que despertó el libro llevó a un montón de personas inteligentes a comparar Cien años de soledad con el Quijote. Sin embargo, las diferencias son evidentes. Si el lugar común tiene razón cuando repite que Cervantes clausuró el género de los libros de caballería, García más bien retrasó el fin de la novela llevada al tope de sus posibilidades por Claude Simon, Allan Robbe Grillet, Michel Butor y Becket y las monstruosidades de  Joyce que son libros y también osadías, devolviéndola a las artimañas de los mentirosos de los zocos de los tiempos de Scheerazada.
 De todas maneras fue estimulante ver cómo un país tan sufrido como Colombia contaba por primera vez con un libro celebrado en todas partes, en testimonio de que no era solamente una grotesca ordalía ni una nación de carniceros cebados. María, La Vorágine y Vargas Vila y sus diatribas de un modernismo apolillado, se habían alabado hasta el exceso en el ámbito de la lengua. García Márquez era traducido al swahili y al turco. Y ya no sé cuántos bosques canadienses se gastaron para honrar la maravilla. Ni cuantos siglos en días y noches contados las rotativas de las imprentas trabajaron multiplicando el milagro en nilos de tinta. García Márquez debió calcularlo. Pues había practicado esta clase de estadísticas en sus tiempos de periodista raso.
La última vez que leí Cien años de soledad, hice al mismo tiempo una relectura paralela de los Buddenbrook, otro libro inolvidable para mí, otra historia de una familia, de una familia burguesa en este caso, que apenas tiene que ver con los gallos que anuncian las amanecidas del Cesar, donde los ángeles a veces caen en los gallineros en las sequías derrumbados del cielo por los huracanes tropicales. Pero mientras Mann me concedía un estado de gracia parecido a la beatitud  y me dejaba al borde de sublimar el mamífero que soy de muy mala gana y por las noches cerraba el libro con místico agradecimiento, Cien años de soledad se me reveló para siempre como el alarde maravilloso de un culebrero incomparable. Y cuando dejaba descansar el volumen en la mesa de noche lo hacía con una sensación de bienestar inconmensurable, como quien cierra un parque de diversiones. No era serio, me decía una voz interior en la cual me parecía reconocer la recta conciencia de las cosas. Pero otra ripostaba: y sin embargo está lleno de sabores inéditos, de deslumbramientos estilísticos y de fantasías estructurales, como el Quijote, que convierte la lectura en un placer de todo el cuerpo, desde los vulgares intestinos hasta la noble pituitaria.
A veces me pareció encontrar el germen de muchos libros de García Márquez en Thomas Mann. El entierro de Jacob en José y sus hermanos se parece al entierro de la Mama Grande; los ciclos temporales en  la historia de José evocan el tratamiento del tiempo en Cien años de soledad y el Eliécer de Mann a Melquíades. El amor difícil de la señora Grünlich en los Buddenbrook se asemeja de lejos al romance de El amor en los tiempos del cólera. Y hasta la Montaña Mágica trae ecos de esa mujer que en un cuento del narrador de Aracataca queda atrapada en un hospital siquiátrico cuando va a pedir prestado un teléfono. Eso no importa. El sello garciamarquiano es el ritmo que es su marca de fábrica, y la poesía de su prosa anula cualquier suspicacia. Además, García Márquez está bien inscrito en una tradición que conoce y usa con desvergüenza, como debe ser. Dueño de una sólida cultura literaria, leyó siempre como un rumiante, desbaratando las tramas de los libros para comprender cómo están hechos. Es la manera de narrar lo que lo distingue. Más cerca de la brujería, de la magia, que de la racionalidad y de la retórica aristotélica.
La biografía de Gerald Martin, contagiada por el modo de escribir y de adjetivar del biografiado, (hay que cuidarse del estilo impregnante de García Márquez), se lee como el relato de una aventura  prodigiosa de acuerdo con la vida que narra, la del mayor de los poetas del piedracielismo, una tendencia literaria de los conservadores colombianos incorporada en un liberal corrido a la izquierda. Pero sobre todo conmueve, en medio de los triunfos y los agasajos, que el personaje principal, si no es el padre, el padre opaco que se siente vivir y luchar y fracasar a cada paso y a quien nunca aprendió a querer, al fin se aleje del mundo y de sus vanaglorias hacia la amencia, deje de reconocerse a sí mismo, y a veces ni siquiera consiga acordarse de los títulos de los libros que le dieron un prestigio descabellado para cualquier mortal sobre todo si está acostumbrado a llevar un nombre común y corriente como Gabriel García, encontrable en cualquier directorio telefónico de Latinoamérica entre los carpinteros,  los sastres y los patrones de montallantas.
  El olvido hace de la fábula, del cuento de hadas del cataqueño, una tragedia que no parecía prevista en medio de tantos logros, condecoraciones, grados, honores, muestras de afecto y premios mayúsculos, (aunque la amnesia está profetizada en el tiempo del olvido en Cien años de soledad, en el patriarca del Otoño del patriarca que dice Martin es el mismo García Márquez, en la erosión de la memoria de Juvenal Urbino en El amor en los tiempos del cólera y en la impronta genética de Luisa Santiaga, la madre). Las últimas palabras de la biografía de Martin estremecen. Después de la apoteosis en Cartagena, para celebrarle la entrada en la vejez, rodeado de sus amigos, reyes, políticos, potentados y escritores de fama universal, y a punto de traspasar el umbral entre la conciencia y la ausencia, le dice: qué bueno que hayas estado para que puedas contarle a la gente que no fue mentira. Lo cual puede entenderse, si uno quiere, como el último reproche al padre, que solía decir que su hijo era un gran mentiroso desde que estaba chiquito. En una entrevista concedida en pleno deslizamiento hacia el vacío de la desmemoria alguien le preguntó qué se le ocurría para el tren turístico a Aracataca, que estaba a punto de inaugurarse. Y como si se burlara de sí mismo, aconsejó con humor barranquillero a los constructores del proyecto que fueran cuidadosos con la señalización.
La metamorfosis de Kafka fue una revelación para el joven García Márquez. Sus primeros cuentos funcionan en ambientes pesadillescos poblados por personajes embebidos que pueden asimilarse a la sombría literatura del absurdo. Antes de que tuviera la desgracia de convertirse en un insecto inverosímil metido en las guayaberas que le merecieron entre los taxistas de Barranquilla el remoquete de Trapoloco, el descubrimiento de la literatura norteamericana lo salvó de esos sobresaltos metafísicos y se volvió de los malos ensueños de los espectros de la Europa Central a sus recuerdos infantiles, a los paisajes polvorientos de la niñez trasvasados en el modo de prosar de Faulkner. Y entonces los personajes, apenas esbozados, revelados apenas por sus expresiones lapidarias o sus gestos impunes, imprimen un carácter nuevo en su trabajo. Un matiz debe destacarse. Ambos, Faulkner y García Márquez fueron los nietos de dos viejos coroneles. El de Faulkner, fue muerto en un duelo. El de García Márquez, mató en un duelo a un insolente, y  cargó el remordimiento toda la  vida. Tú no sabes lo que pesa un muerto, le dijo un día a su nieto. Faulkner bebió en fuentes bíblicas, la Biblia fue el libro que más frecuentó el fundador de la Yoknapatawa que dicen que debió servir de modelo a Macondo. García Márquez se alimentó más bien, como reconoció muchas veces, en el fatalismo de los trágicos griegos y en la irradiación de la prosa de El viejo y el mar, de Hemingway, a quien saludó alborozado de acera a acera en París cuando él tenía tan solo penurias, indecisiones y terrores por domesticar y escribía y escribía, fumando como un poseso, mientras esperaba de Bogotá un cheque para seguir tirando y cantaba boleros, por la comida, en cuchitriles de inmigrantes latinoamericanos de nombres perfectamente presuntuosos como La Scala. Y cuando no se le había pasado por la cabeza que un día llegaría a ser el más glorioso de los escritores del siglo xx.   
En las entrevistas infinitas que concedió a lo largo de su vida García Márquez cuenta el proceso que lo lleva a renunciar al estilo del inventor de  Gregorio Samsa para descubrir los parajes caniculares de indios y de negros donde transcurrió su adolescencia, que le permitieron acceder al exceso de Cien años de soledad, escrito desde el miedo al fracaso y las amenazas del hambre. Y cómo lo asustó el éxito. Y cómo, lleno de desconfianza en sí  mismo y en la gloria que es siempre sospechosa para los hombres honrados, decidió escribir El otoño del patriarca, ansioso por comprobarse a si mismo que podía ser más que un enhebrador de anecdotarios salaces, es decir, un novelista moderno y no tan solo un epígono de los locuaces fumadores de hachish de los tiempos de Harún al Raschid.
El otoño del patriarca fue, como sucede muchas veces en los reinos de injusticias de la literatura, un fiasco de librerías. Los críticos de izquierda lo acusaron de traicionar su origen popular y el realismo salvaje de antes con un galimatías sobre un dictador medio muerto en un palacio donde unas vacas se comen las cortinas, medido además según los ritmos de Bela Bartok tan lejos de los de Alejo Durán. Entonces, García Márquez retomó los temas de las lecturas tempranas del estudiante costeño en la nevera bogotana. El amor en los tiempos del cólera, el poema conmovedor del general en su laberinto, Del amor y otros demonios y la Memoria de las putas tristes, son la regresión del devoto de Bartok a la religión de Schubert, que en vez de avanzar hacia Arnold Schömberg, Anton Webern, Alban Berg o Liggetti, renuncia a una voluntad de estilo, a una voz encontrada después de trabajar como un galeote, en pro de la facilidad, para adoptar un lenguaje apartado de los regionalismos y rendirse a la sintaxis convencional en aras de la mercadotecnia. Por esto, un ocioso se atrevió incluso a llamarlo, García Marketing. 
De cualquier modo, después de los chaparrones de Isabel viendo llover en Macondo, la saga abigarrada de Cien años de soledad, el experimento del patriarca y las hipérboles felinescas de la cándida Eréndira, por una guirnalda de novelitas correctamente adornadas, García Márquez acabó lejos de la prosa moderna y cerca del manierismo y de la ortodoxia hispanizante de los piedracielistas. Música de seda, léxico de joyero, arpas azules, adjetivación siempre venturosa, y el morbo lírico capaz de arrastrar a cualquiera a la casa del mismo Mallarme con una orquídea recién abierta en la mano, como le sucedió a José Asunción Silva. Ahora las novelas de García Márquez, dejemos en paz sus cuentos, a veces delirios magistrales, se marchitan a ojos vistas, como las de otros escritores gloriosos del pasado, como las de Anatole France, como las de  DAnunzio o  como las de Vargas Vila, cuya gloriola además le pareció repetir en los días de la primera fama, cuando reconoció con espanto y fastidio que se sentía el fantasma que le deshacía los pasos al autor de Aura o las violetas.
El otoño del patriarca, incompresiblemente, sigue siendo el menos reeditado de sus libros aunque es el más ambicioso y complejo y el que más quiso, aunque algunos días se inclinó por El amor en los tiempos del cólera. García Márquez dijo una vez que todo el mundo tenía una vida pública, una vida privada y una vida secreta. Debe haber algo en la suya más allá de la desmesura de la consagración que jamás nos revelará, que pertenece al ámbito de sus intimidades y que poco a poco se disuelve con él. Y que tal vez dejó bien expresado en el final del penúltimo párrafo de Blacamán, hacedor de milagros, cuando este se dice:
la verdad es que yo no gano nada con ser un santo después de muerto, yo lo que soy es un artista, y lo único que quiero es estar vivo para seguir a pura flor de burro con este carricoche convertible de seis cilindros que le compré al cónsul de los infantes, con este chofer trinitario que era barítono de la ópera de los piratas en Nueva Orleáns, con mis camisas de gusano legítimo, mis lociones de oriente, mis dientes de topacio, mi sombrero de tartarita, mis botines de dos colores, durmiendo sin despertador, bailando con las reinas de belleza, dejándolas como alucinadas con mi retórica de diccionario, y sin que me tiemble la pajarilla si un miércoles de ceniza se me marchitan las facultades…
Parecen, en verdad, palabras de profeta.
Alfonso López Michelsen dijo de su autobiografía, Vivir para contarla, que en el libro lo había impresionado el recuerdo del nueve de abril, y sobre todo aquel hombre que instigaba al gentío contra el asesino refugiado en una farmacia. Un personaje que no se ha encontrado en los otros testimonios de aquel día atroz, cuando Bogotá fue reducida a cenizas en una orgía de borrachos. Lo había visto, dice García Márquez, muy de cerca, vestido de gran clase, con una piel de alabastro y un control milimétrico de sus actos. Y tanto me llamó la atención, que seguí pendiente de él hasta que lo recogieron en un automóvil demasiado nuevo, tan pronto como se llevaron el cadáver del asesino. Y desde entonces pareció borrado de la memoria histórica. Incluso de la mía. Hasta muchos años después cuando en mis tiempos de periodista me asaltó la ocurrencia de que aquel hombre había logrado que mataran a un falso asesino para proteger al verdadero.
Un insidioso de marca cuyo nombre debo reservarme para salvarlo de enredos de abogado, creyó reconocer en ese hombre al padre de Plinio Apuleyo, el mismo que habría de ser uno de sus grandes amigos un día remoto en el futuro, y su compadre, y el mismo que estaba a esa hora tomando una leche malteada en una cafetería próxima al lugar del crimen sin imaginarse que en la esquina había un futuro Premio Nobel con la boca abierta por el asombro. 
  Vivir para ver y para contar. Dice López. Y lamenta que esta inesperada pista sobre los autores intelectuales de la muerte del caudillo escapara a la pericia de los investigadores gringos e ingleses contratados por el gobierno de Colombia para dar con el asesino. Todos los colombianos sabemos o sospechamos que Roa Sierra puso a lo sumo la mano homicida. Que era apenas un débil mental que en ocasiones se sentía la reencarnación del general Santander, tenía contactos inextricables con la legación alemana y consultaba un astrólogo alemán que le auguraba un gran destino. Ese astrólogo alemán rubicundo que ya viejo, con su piel de dinosaurio recién nacido, horoscopizaba la suerte y le adivinaba el futuro a la clientela de galletas La Rosa, y que yo saludaba de lejos en el Chalet Suizo, un restaurante del centro de la Bogotá de los años setenta. Pocos saben que Roa leía esos días Los dioses atómicos, un libro sobre las ondinas, las hadas y los duendes, que enseña el modo de conservar la energía llevando un paraguas apretado en la axila izquierda para estimular la respiración de la fosa derecha. Un libro que volvería a circular más tarde entre los jóvenes en tiempos del jipismo una década larga más tarde, si bien, según sospecho, en una edición revisada y ampliada.
Pero también oímos decir al papá de García Márquez que este siempre había sido un gran mentiroso desde que nació. Y él mismo nos advierte en su autobiografía que la vida no es la vida que uno vive sino la que uno recuerda para contarla.  Es posible entonces que el hombre del cutis de alabastro y el automóvil demasiado nuevo que lo recogió mientras la turba arrastraba el cuerpo de Roa Sierra, el hipotético asesino, con dos corbatas, rumbo a Palacio, hubiera existido tanto como el fauno que tropezó una noche de hielo en el tranvía bogotano, mientras él iba leyendo versos dedicados a las rosas campesinas de Tabio, de un poeta piedracielista perteneciente a las aristocracias del altiplano cundiboyacense.
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NTC ... NOTAS y ENLACES: 
Presentación de "Cuando nada concuerda". Por  Jaime Jaramillo-Escobar  

Matriz: http://ntc-narrativa.blogspot.com/2014_01_23_archive.html : aleph, No. 168 , Enero / Marzo, 2014. Manizales. 100 páginas. Edición monográfica dedicada a EDUARDO ESCOBAR 

VIDEO de la Presentación (32 min) 


https://www.youtube.com/watch?v=PQGQm8rFx9w  22/9/2013 . Intervenen Jaime Jaramillo Escobar (lee el texto anterior) y Eduardo Escobar
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El libro fue editado por Siglo del Hombre Editores: 

Presentación en Otraparte, Envigado. 
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En NTC ... 17 de noviembre de 2013


Eduardo Escobar hace su balance intelectual en 'Cuando nada concuerda'. / "El nadaísmo fue para cada nadaísta una cosa distinta."

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Fragmento de este ensayo se publicó en eltiempo.com,  27 de noviembre de 2009: http://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-6689767
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martes, 15 de abril de 2014

Eros, religión y poesía. Por Juan Manuel Roca

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NTC ... agradece al autor el aporte de texto y la autorización para publicarlo.
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Eros, religión y poesía
Juan Manuel Roca
La frase de Artaud en torno a la creación artística: “nadie nunca ha escrito o pintado, esculpido, modelado, construido, inventado, más que para salir por fin del infierno”, cabe para lo que algunos poetas del surrealismo llamaron “la religión del amor”. Porque amar es, como ocurre con la poesía, otra forma de salir del infierno colectivo.
Esa religión del amor es la única “cuyo dios es falible”, según la expresión de Jorge Luis Borges. En el mismo sentido afirma Egar Morin que “la relación religiosa aparece claramente cuando el amor no es recíproco; en ese caso hay uno que es el suplicante, el esclavo fiel; el otro es soberano, misterioso, inaccesible. Es el gusano enamorado de una estrella”.
El deseo irrealizado, como el rezo no escuchado por los dioses o como el poema de desamor, tienen una misma raigambre. Sin que se logre una “alta” comunión con el ser amado, el cuerpo se siente baldío, y no hay nada más triste que esas legiones de hombres y mujeres “baldíos”, sin amor, como ocurre en cualquier esquina y en cualquier conglomerado de las sociedades modernas.
Pero es quizá del desamor donde nacen los más intensos poemas, siempre proporcionales en pasión al amor que desalojan, y en esta materia se puede acudir al magnífico “Tango del viudo” de Neruda, un poema de una factura más bella aunque revulsiva, creo, que su adolescente veintena de poemas de amor.
Se sabe que todo paganismo sacraliza, que diviniza el deseo porque ha sido condenado. Sin percatarse del todo, el amor pagano incorpora ciertos rasgos de los ritos de la religión dominante, los hace suyos cuando se habla con devoción para recordar que somos feligreses del ser amado, cuyo cuerpo y corazón se vuelven motivo de culto. Y en esto sí que abunda tanto la mala como la buena poesía.
Al hombre y a la mujer incapaces de creer en un ser superior, siempre les quedará la idealización de pensarse ellos mismos divinizados al convertirse en objetos de rito donde la boca es cáliz, los olores corporales son incienso, las palabras oraciones para abrir como un pequeño sésamo el jardín que da al paraíso, las palabras de amor son plegarias escuchadas. Ambos se erigen en sacerdotes y feligreses a un mismo tiempo. La  desnudez compartida es otra forma de la confesión y el ponerse por traje la desnudez del otro es una forma de compartirla.
La más bella creación poética que conozca en torno al erotismo (y acá incluiría toda la lírica que ha dejado intensos poemas desde Catulo, Khayyam, Aretino, Boccaccio, Baudelaire, Apollinaire o los surrealistas) es sin duda el “Cantar de los cantares” del Rey Salomón.
Largamente discutida su condición de amor terrenal, ese gran poema es la piedra angular de la poesía que asume el amor corporal como fuente de misticismo. El deseo oculto o el error de muchos intérpretes canónicos lo juzgaron indigno de ser señalado como místico y sustentaron sus juicios en la exaltada celebración que hace el poema del amor erótico, humano, al punto de haber sido condenado por impuro en el Concilio de Constantinopla por ser “un canto erótico de bodas”.
Algunos racionalistas e intérpretes de las tradiciones judaicas y católicas quieren ver en él un trasunto de lo sagrado en puridad, un poema de “inspiración divina”, haciendo la salvedad de que ese amor pasional es una gran metáfora, un manual de alegorías encabalgadas hacia un alto amor a Dios.
Para Nácar Fuster, por ejemplo, el poema tiene que ver con Yavéh -que es el esposo- y con Israel, que es la esposa. De esa manera se niega la fiesta del cuerpo y su exaltación lírica, el vértigo de un Eros desplegado como las velas de un navío, por temor a quebrantar los dogmas y cánones religiosos. Se apacigua y se amansa.
Y a este punto ya no puedo dejar de recordar la incisiva sentencia de Baudelaire: “no pudiendo suprimir el amor, la Iglesia ha querido, por lo menos, desinfectarlo, y ha creado el matrimonio”. Así, las nupcias de Dios con Israel, su matrimonio bien avenido, no tendría jamás ninguna fisura, tratándose de un amor divino. Pero no es de ese amor de estatuaria del que parece hablarnos el Rey Salomón.
Si de manera tan rotunda el “Cantar de los cantares” tiene una fuerte carga metafórica que gira en rededor del ser amado, verlo además como una metáfora divina sería crearle una doble alegoría en la que quizá no pensara Salomón, al que vemos a lo largo de sus palabras en un trance de poeta más que de sacerdote.
Dejarlo como canto nupcial, como un poema de amor que sacralizando el objeto amado sacraliza a la vez lo que de dioses hay en los humanos, sería más real, sería conservarlo como un vestigio de amor pagano entre las “Sagradas Escrituras”, un llamado a la salvación por el deseo. Y a la exaltación del otro, del prójimo en su condición de ser amado.
El comienzo del legendario y discutido “Cantar” no deja dudas sobre la clase de amor que mueve al poema nupcial: “¡Me son tan deliciosas tus caricias,/ Suaves más que el vino!”. Ni tampoco la añoranza del torso de la amada: “Son tus pechos gemelos de gacela,/ Que pacen entre lirios”.
Si la esposa ha exaltado ya su propia piel morena, una suave piel de esbelta Sulamita, la metáfora de sus pechos de gacela vuelve a hacer una alusión de su color cobrizo, y ese pacer entre lirios es una posible alusión a las manos blancas del Rey.
Todo este magistral poema está habitado por símbolos, analogías y alegorías de evidente erotismo. El pubis se convierte en un  jardín: “”Ven, ven, amado mío, a tu jardín,/ Ven a gustar sus frutos exquisitos”. El cuerpo es una palmera: “son racimos de dátiles tus pechos... Subir quiero a la palmera,/ a coger sus racimos/. Para mí los racimos de tus pechos,/ Y para mí el aliento de tu boca,/ Aroma de manzanas”.
El amor expresado en versos tan delicados que, no obstante para algunos resulta una pasión herética por su acento mundano, ataca sin pretenderlo el falso pudor, como ocurre con todo el arte insumiso que no atiende a preceptos morales ni a decálogos maniqueos.
Bien vale la pena recordar un episodio narrado por Charles Baudelaire en “Mi corazón al desnudo” en el que señala la doble moral burguesa, que tantas veces se avecina con la moral judeo-cristiana. Esa moral le recordaba al poeta una vez que fue con una joven puta al Louvre y la muchacha se ruborizaba al ver desnudos que calificaba de obscenos.“Putidoncellas”, llamaba a estas muchachas el irónico Quevedo. Personas, hombres y mujeres, que ejercen en privado lo que las escandaliza en público. Tal vez por ese mismo motivo fue que Courbet pintó el sexo femenino de forma naturalista y detallada, como el ícono de una nueva religión, y al que le dio por título “El origen del mundo”.
Y es que el arte se mueve de manera oscilatoria entre la gula de Dios y la gula del cuerpo. El arte, que ya sabemos que es la anti-rutina Si hay algo que mata el erotismo de la misma manera como se mata la poesía, es la rutina, cuando todo neutraliza la sorpresa, como ocurre casi siempre con las ceremonias deshabitadas del poema. Y  también, cómo no, como sucede con los largos matrimonios.

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