domingo, 4 de diciembre de 2016

Elogio a la Mujer en un día cualquiera. Por Hugo Carmona González.

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Elogio a  la  Mujer en un día cualquiera
Por Hugo Carmona González
Un chiste que me causó mucha gracia se refiere a que Dios primero hizo  al hombre a manera de ensayo, y que después de haberlo hecho, hizo a la mujer, mejorando el error inicial; por esa razón las mujeres llevan muchas ventajas sobre sus congéneres machos, ya que éstos, según una especie que corre sin haber sido desmentida, piensan en sexo el  noventa y siete por ciento del tiempo, y el otro tres, lo dedican al fútbol. Por el contrario,  una mujer despliega sus poderes de alquimista y en un rito órfico, toma  la tierna malva, el humilde cilantro, la intensa cebolla y otras hierbas con blasones  que solo ella conoce, las mezcla con ingredientes ordinarios que con su toque se tornan especiales y prepara el alimento a su familia, y fuera de eso, le sobra tiempo para   asumir la educación casera y puede simultáneamente, dibujar un triángulo, inculcar sentido común  y  valores morales a sus hijos,  salir a trabajar y aún  le queda humor para hacerle creer al marido que el importante es él.
Siguiendo con la cuestión teológica, el escritor español Pepe Rodríguez afirma que Dios nació mujer, y lo hace respaldado en pruebas arqueológicas e históricas, además de que es evidente que  ningún ser humano pudo pensar jamás en atribuirle las cualidades femeninas de generación, fertilidad  y protección nutricia a un ente masculino; por esta razón, la humanidad prosperó bajo la protección de la Diosa única,  durante un periodo que fue desde c 30.000 A.C. hasta c 3000 A.C , momento a partir del cual, de forma progresiva aunque irregular, comenzó a imponerse la tipología especifica del Dios masculino que acabará apropiándose de las cualidades generadoras y protectoras de la diosa . El golpe de Estado del Dios contra la diosa se dio, cuando los hombres se hicieron con el control de los medios de producción de guerra y de cultura, con  la agricultura excedentaria y la invención del arado, se  convirtieron por tanto en detentadores únicos  y guardianes de la propiedad privada, la paternidad, el pensamiento y, en suma, del derecho a la vida. Sin embargo y a pesar de todo el dominio masculino de los últimos cinco o seis mil años, la mujer ha conservado esa majestad de señorío, inteligencia y tacto que siempre fue su fuerte, por lo que podríamos decir, que evolutivamente  Dios sí fue de sexo femenino, y esto lo sabemos y sentimos, como si se escucharan las ondas de un órgano absurdamente profundas.
Como prueba de lo anterior,  me voy a referir a dos mujeres que incursionaron en terrenos en donde el hombre aparece como  el rey indiscutido: La ciencia, y en especial la fisicomatemática y    la biología mezclada con la cibernética.
Se trata, en primer lugar, de  Emmy Noether 1 ), una matemática, judía, alemana de nacimiento (1882 - 1935), considerada  por David Hilbert, Albert Einstein y otros personajes como la mujer más importante en la  historia de la matemática.
 Noether  fue invitada a Gotinga en 1915 por David Hilbert y Felix Klein, quienes necesitaban de su experiencia en la teoría de invariantes para ayudarles a comprender la relatividad general, aquella teoría geométrica de la gravitación desarrollada principalmente por Albert Einstein.
En física, el teorema de Noether  continúa siendo relevante para el desarrollo de la física teórica y las matemáticas y nunca se la ha dejado de considerar como una de las más grandes matemáticas del siglo XX. 
Es tal la importancia y complejidad de la obra de esta mujer, que por supuesto excede en mucho lo que pudiéramos tratar de entender, pero basta con la opinión de los personajes nombrados, para que nos cause una maravilla levemente obscena, su conocimiento y contribución a la ciencia.

La segunda dama, es una mujer fascinada por la genética que nos hace humanos. Se trata de  la doctora Katherine Pollard  ( 1 , 2 ),  experta en un campo llamado “bioinformática”, que hace diez años apenas existía.
Los biólogos señalan que, genéticamente somos,  idénticos a los  chimpancés en un 98,5 por ciento,  a pesar de lo cual vivimos el doble del tiempo, y a lo largo de los últimos seis millones de años, hemos experimentado un notable progreso en nuestra capacidad intelectual.
Pollard ha sido la pionera a la hora de  encontrar los genes que definen la esencia de lo que nos distingue de los simios. Según el eminente físico teórico Michiu Kaku, en su obra  “El futuro de nuestra mente” ( 1 ) , la doctora Pollar  sabía que la mayor parte de nuestro genoma está   compuesto  por ADN basura que no contiene  ningún gen y que permaneció en buena medida inalterado por la evolución. Este ADN  basura muta lentamente  a un ritmo conocido (aproximadamente  un 1 por ciento cambia a lo largo de 4 millones de años). Puesto que la diferencia entre humanos y chimpancés es del 1,5 por ciento del ADN, eso significa que probablemente nos separamos de ellos hace unos seis millones de años.
La doctora Pollar por fin pudo ejecutar su programa y  encontró lo que buscaba: de las doscientas una regiones  de nuestro genoma que  muestran una variación acelerada, había una sucesión de ciento dieciocho bases que, juntas,  se han hecho conocidas como la región  humana acelerada (HAR1) que había sido notablemente estable durante  millones de años de evolución y que había permanecido prácticamente inalterada durante varios cientos de millones de años, con solo dos cambios de las letras G y C. y sin embargo, en solo seis millones de años, la HARD1 había mutado dieciocho veces. Lo destacable de su trabajo es que demostró que una alteración de tan solo 18 letras de nuestro genoma era parcialmente responsable de uno de los mayores y más definitivos cambios genéticos en la historia de la humanidad, que permitió un enorme incremento de nuestra inteligencia. 
Lo anterior demuestra que cuando la mujer ha incursionado en la ciencia lo ha hecho con su   impronta característica,  desde Hipatia, pasando por Marie Curie, Lisa Meitner y Ada Lovelace, la hija de Lord Byron, que en su condición de ingeniera, lógica y matemática, produjo lo que se considera como el primer programa de ordenador, en la “ Maquina Analítica” de  Charle Babbage  y muchas otras mujeres que han brillado en la lógica, la ingeniería, las matemáticas, la biología y demás campos de la ciencia, y no como pretenden las nuevas feministas, que las mujeres solo están hechas para la intuición, porque consideran  el método experimental como un invento de los machos blancos y victorianos, y en lugar  de exhortar a las mujeres jóvenes al estudio de la ciencia, la lógica y la matemática, se les enseña ahora que la lógica es un instrumento de dominación y que las normas y métodos corrientes de la investigación científica son sexistas porque son incompatibles con los modos de conocimiento femenino.
Es un hecho biológico que la mujer está dotada de una mayor intuición que el hombre. Si su capacidad intelectiva y manera de discernir es equiparable con la de éste, es lógico pensar que cuando se sacuda del machismo y entre de lleno a participar en las actividades científicas, Dios volvería a cambiar de sexo y los inventos se inclinarían más al amor que a la guerra.
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jueves, 14 de enero de 2016

La escritura, el dolor y la fiesta. Por: Alejandro José López. Ensayo. Enero 14, 2016

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La escritura, el dolor y la fiesta

Por Alejandro José López (1)
Fotografía: María del Mar Burgos.
NTC .. agradece al autor el aporte del texto 
y la autorización para publicarlo
Recibido y publicado: 14 de enero de 2016, 9:31
1

No sabría explicarlo a satisfacción. Dedico mis días al infatigable sortilegio de interpretar las letras que otros han escrito y al extravagante oficio de trazar las mías propias. Sospecho que en el primer asunto es inevitable incurrir en frecuentes tergiversaciones y que, en el segundo, resulta casi imposible juntar dos palabras con acierto y armonía. Y sin embargo ―a vicio de insistir―, me corren ya tantos años en estas inquisiciones que han terminado convirtiéndose en mi destino. Soy muy consciente de lo que significa haber crecido entre libros, en una casa donde siempre se honró la literatura; pero esta mezcla de alborozo y de recóndito martirio que me produce el ejercicio de las letras tiene para mí el valor de una inclinación misteriosa. ¿Por qué me duele tanto esto que al mismo tiempo me gratifica y me embriaga? Quizá ni debería planteármelo y seguramente jamás llegaré a comprenderlo. Sé que ha habido autores declaradamente felices con su vocación, de modo que se permitieron agudezas contra “las agonías de la creación” ―así lo hizo E. M. Forster―. Hay otros que fueron verdaderos ascetas de la escritura y que pregonaron su padecimiento tanto como les fue posible ―ése es el caso del gran Flaubert―. Desde luego, jamás podría alinearme en ninguno de estos bandos, junto a escritores tan admirables. Ambos signos me atraviesan.
Dicho esto, no descarto la opción de proseguir hacia una afirmación categórica. La cualidad primera de una obra literaria es la sinceridad. No hay pericia técnica ni destreza estructural capaz de redimir un embuste de su infame condición. Todo lo contrario: cuanto más se insista en encubrirlo, más evidente será un truco; cuanto más se procure maquillarlo, más chapucero se hará el artificio. A lo largo de los siglos, la literatura ha estado ligada a la revelación, a la iluminación de las más profundas regiones del alma; allí radica su trasfondo místico, allí su perdurabilidad. Y dado que hay aspectos de la naturaleza humana que sólo pueden inquirirse literariamente, resulta imperativo para el escritor adentrarse en esos abismos, tener el coraje de honrar su propio talento apelando a toda su capacidad para ser sincero. Los demás caminos tienen apenas el valor de lo accesorio, de lo anecdótico. Sabemos que nuestro tiempo, sin embargo, ha convertido la tergiversación en su distintivo primordial; por esta ruta ha hecho del éxito, precisamente, el mayor de sus fetiches. De esta suerte, poco importa ya que una obra sea reveladora; basta con que tenga la capacidad de entretener, de recrear masivamente. Con el autor pasa otro tanto: lo fundamental ahora es que sea públicamente un escritor. Aunque no escriba.
No quisiera dejar a vuelapluma esto que he planteado. Aquello que es divertido no tiene por qué ser obligadamente insulso, o baladí. Por otra parte, la potencialidad de generar interés y fruición resulta siempre deseable en cualquier obra literaria. Nadie podría negar que dicha condición le amplía sus posibilidades de acogida entre el público lector. Con todo, lo que me interesa destacar es una cuestión que el vértigo editorial de nuestra época se empeña en eclipsar: la literatura es mucho más que esparcimiento. No ignoro, desde luego, que la noción de lo que se da por divertido varía de un momento histórico a otro; tampoco asumo que al interior de determinado periodo haya un modo único de concebir el hecho literario. Lo que afirmo es que vivimos un tiempo en el cual predomina cierta idea en nuestros entornos culturales; según ésta, la literatura ha de poder insertarse, sin reparos considerables, en la industria del entretenimiento. Tal es el ámbito que naturalmente le ha reservado la sociedad contemporánea. De esta manera, la facultad de divertir dejó de ser para el escritor una eventualidad entre otras posibles y se convirtió en la mayor de sus exigencias. Y si sólo aquello que entretiene posee vocación de éxito en la perspectiva de esta industria, se comprende que la diversión haya acabado entronizándose como nuestro valor estético por excelencia.
No pretendo, al decir esto, hacer una insensata apología del aburrimiento. Sólo quiero recordar que la vida está ahí; es decir, que la muerte sigue ahí. Podemos dar la espalda a los sepulcros e imaginar un mundo donde el dolor no existe. Sabemos, no obstante, que un propósito así concebido interpreta de forma tramposa la realidad de nuestra existencia. Esta época en que vivimos ―tan adepta a los finales felices― prefiere en todo caso dulcificar cualquier desenlace para evitarle aflicciones al lector. Y se entiende: la industria del entretenimiento lo ha convertido en un cliente al que es preciso complacer a cualquier costo, incluso el del engaño. Pero escribir literatura significa todo lo contrario, dado que está en su naturaleza la vocación de indagar, de penetrar en nuestra experiencia vital tan profunda y sinceramente como sea posible. Sólo invocando la más rotunda perspicacia puede una obra devenir en conocimiento. No hablo de negar la concurrencia de la alegría entre nuestros itinerarios temáticos, sino de mantener presente que su contracara nos acecha; no se trata de proscribir la felicidad como un asunto fundamental, sino de incorporar su condición transitoria. Voy a decirlo sin más: no abogo por una visión oscura del mundo, sino por una que intente comprender el dolor y la fiesta.

2

Me gustaría recordar ahora un par de expresiones dichas por Katherine Porter y Truman Capote. Presumo que ambas apuntan a una sola idea y sospecho que ésta se encuentra en la propia base de la escritura literaria. Alguna vez ―refiriéndose a sus años de aprendizaje―, la señora Porter habló de aquellos primeros tres lustros en que estuvo escribiendo sin tregua pero negándose a publicar: “Pasé quince años aprendiendo a confiar en mí misma”, dijo. El excéntrico Truman, por su parte, cuando fue inquirido acerca de su relación con los críticos literarios, afirmó: “Creo, más que nada, en el endurecimiento contra la opinión ajena”. Para nombrar esa autoconfianza, esa fortaleza ante los otros, yo utilizaría la palabra criterio. Y pienso que para un escritor el criterio es tan primordial como el talento, pues sólo quien lo posee y ha sabido fortalecerlo en el transcurso de su vida alcanza la capacidad para nadar a contracorriente. Esto es algo ineludible. Aquél que se propone complacer a todo el mundo, se malogra; así, el escritor que desecha su criterio naufraga en el océano de los requerimientos ajenos y acaba siendo devorado por el monstruo de la veleidad. Entre las innumerables rutas que conducen al desastre, ésta es la más indigna de todas, puesto que implica la traición de sí mismo.
Pero tener criterio no significa ser autocomplaciente. Un escritor de carácter sabe que, si aspira al arte, ha de exigirse hasta el límite de sus posibilidades. Sin embargo, con demasiada frecuencia vemos cómo se confunden criterio y vanidad. En la medida en que lo lleva a suponer que una obra es valiosa por su mera procedencia, por su propia firma, la vanidad estropea al escritor. Muy por el contrario, hacerse de un criterio literario implica recorrer ―en condición de lector― el arduo aprendizaje que la tradición cultural nos ofrece. Pongámoslo en estos términos: cuando un autor se propone la aventura de la novela, necesita saberse custodiado por Don Miguel, por Laurence, por Charles, por Honoré, por Gustave, por León, por Don Gabriel. A través de compañías como éstas le será dado comprender que es preciso dejarse de engreimientos y escaldarse ante cada página que se acomete. No se escala el Everest de un día para otro y es muy probable, incluso, que uno perezca en el intento. A eso hay que estar dispuesto. En tal sentido, William Faulkner decía: “Un artista debe poseer objetividad al juzgar su obra, más la honradez y el valor de no engañarse al respecto”. Llevadas a este punto, las nociones de vanidad y de criterio acaban siendo antagónicas: la vanidad es relajamiento del espíritu; el criterio, ferocidad.
Intuyo que la distancia entre estos dos términos es tan grande como la que existe entre el capricho y la voluntad. Aunque ambas ideas se encuentran ligadas al hecho de querer algo, de anhelarlo, hay un abismo entre estas dos maneras de ambicionar. Dicha diferencia resulta capital en el trabajo del escritor. Dado que el capricho está en la epidermis del deseo ―en la zona más externa―, su carácter se revela tornadizo y voluble. Por esta vía ningún autor logrará jamás conquistar una voz propia, pues quien la sigue sucumbe a la inconstancia y a los ruidos del entorno. La voluntad, en cambio, se manifiesta en la determinación, en la capacidad de un escritor para entregarse a sus fantasmas, para perseverar en su particular sentido del lenguaje y disponerse a perfeccionarlo según sus parámetros más personales. Aquí es donde la capacidad de nadar a contracorriente se vuelve fundamental. Aquél que obedece modas temáticas, que acoge tendencias expresivas y genéricas posiblemente llegue a ser un escritor exitoso; pero un autor es otra cosa. Y nadie llega a serlo sin una íntima visión del mundo, sin una concepción del lenguaje tan suya como el timbre de su voz o su huella dactilar. Llamamos autor al sujeto de un prodigio: aquél a quien le ha sido dada la capacidad de legarnos obras perdurables.
Estas manifestaciones en favor de la individualidad del autor no son una invitación a ponerse de espaldas ante el lector. Sin duda, para un escritor resulta provechoso tomar en cuenta los modos en que lee la sociedad de su momento ―sobre todo si vive de vender sus obras―. Pero la decisión de comunicarse con su tiempo no involucra la firma de un armisticio. La categoría de autor es incompatible con el pusilánime trance de la claudicación; de allí se desprende que el fetiche del éxito, invariablemente, resulte nocivo. En nuestra época, más que nunca, el mundo de la edición se encuentra infestado de mercachifles, de sujetos sin ningún arraigo en la tradición cultural. Lo único importante ahora es facturar, lo cual ha hecho que el campo literario se enrarezca hasta lo indecible. Todos andan enloquecidos ―escritores, editores, libreros, internautas― buscando la receta exitosa, la clave del portento capaz de convertir sus libros en la mercancía perfecta. Sin embargo, haría falta mirar hacia atrás, hacia tantos siglos que nos anteceden, para recordar un principio de apuño: la literatura es el reino de la excepción. Cada autor ha de crear sus particulares modales expresivos, sus propios itinerarios temáticos, sus privativas maneras de interpelar al lector. Para ello se tiene a sí mismo: sinceridad, criterio y voluntad.

3

Nunca me gustó la idea del escritor asumido como genio. La siento descasada y soberbia. Prefiero, en todos los casos, la concepción del artesano. Hay en ésta un entrañable hálito que define la relación entre la persona y los materiales que procesa. Y entiendo que únicamente de un contacto así ―amoroso y profundo― podría surgir el milagro; es decir, una obra de arte. El escritor se hace la vida con una esmerada observación de la existencia, con una indeclinable aplicación al trabajo de la palabra. A ello necesita destinarse con la tranquila firmeza del ceramista y con la infinita delicadeza del orfebre, pues no hay atajos posibles en el arte. Quizá sea éste el motivo por el cual pululan tantos equívocos al hablar de la técnica. Los principiantes se envanecen cuando la dominan; entonces, seguros de haber conquistado la cifra secreta, se dedican a exhibir su virtuosismo. Sin embargo, a pesar de la tremenda importancia que posee, la técnica ni es el principio ni es el camino. Una vez aprendida, más vale guardarla en un sitio remoto de nuestra memoria. Ya emergerá de forma espontánea durante el proceso de cada obra en particular, puesto que su función es la de aportar recursos ante las dificultades propias del trabajo creativo. En la literatura ―en el arte―, a la técnica le corresponde el valor de un insumo.
Lo propio sucede con la admiración por los grandes maestros. Leerlos resulta indispensable por motivos de aprendizaje, pero riesgoso por razones de idolatría. Una cosa es admirarles y otra, muy distinta, acatarlos. A lo largo de la historia, ningún epígono ha llegado a componer una obra emblemática. Digámoslo de este modo: dado que nada importante ha sido hecho en literatura sin una altísima dosis de coraje y una fuerte propensión a la desobediencia, cada autor tiene la obligación de inventarse, de cometer auténticos errores hasta consolidar sus verdaderas capacidades. No pretendo sugerir que alguien pueda saltarse impunemente el arduo magisterio de los clásicos. Bien lo señaló T. S. Eliot: “Siempre me ha parecido desaconsejable violar las reglas antes de aprender a observarlas”. Lo que sostengo es más bien otra cosa. Quien se empeña en seguir rutas ajenas prueba, en ello justamente, su falta de carácter. ¿Y cómo puede alguien que no confía en sí mismo proponer una interpretación de la vida? ¡Imposible! ¿Y qué decir del estilo si bien sabemos que éste es personal e intransferible? ¡Quimérico! En cualquier caso, quien emprende el camino del arte vivirá siempre una paradoja. De una parte, estudia y admira las obras maestras; de otra, combate con ellas y se reta a superarlas.
Pero, entonces, ¿cuál sería el principio motor que rige a quien escribe? Recordemos aquellos versos breves y contundentes de Emily Dickinson: “Joven ateniense: sé fiel a ti mismo y al misterio. / ¡Todo lo demás es perjurio!”. Hay en el corazón de todo artista una verdad que ha de ser indagada y que reclama ser dicha. El autor lo sabe intuitivamente y por eso le urge expresarse. Sabe también que nada podría servirle de bálsamo ante aquella certeza que le atormenta, excepto la realización de su obra. Y lo tiene claro: sólo cuando la haya concretado, su alma conocerá el sosiego. El gran Stendhal utilizaba la palabra egotismo ―la manía de hablar de sí mismo― para referir el fundamento primordial de su narrativa. Resulta revelador que él precisamente, considerado uno de los maestros realistas, haya afirmado: “Toda mi vida vi mi idea, no la realidad”. Con todo, después de que el trabajo esté hecho, una paradoja nueva surge ante nuestros ojos. El mayor logro alcanzable en los terrenos del arte se conquista cuando la persona es completamente eclipsada por su creación, como sucedió con Homero y con Shakespeare. En su momento, François Mauriac lo planteó sin eufemismos, sin concesiones: “Lo más raro en literatura, y el único éxito, es que el autor desaparezca y su obra permanezca”.

No obstante, el autor vive su destino con absoluta pasión y entiende, sin ambages, que es el único doliente de su obra. Este vínculo esencial y la devoción con que se entrega a su oficio es lo que usualmente denominamos vocación. No dudo al aseverar que esta forma extraordinaria de felicidad pertenece a la categoría de lo misterioso, pues no creo posible explicar esa atracción irrevocable que gobierna la existencia de una persona. Octavio Paz resaltaba el carácter práctico de dicha atracción, insistía en que siempre se encuentra orientada hacia un hacer. Y es cierto ―podemos constatarlo―: el producto de este hacer es la obra. Según Paz, “la vocación nos dice: tú eres lo que haces”. No quisiera cerrar aquí pasando por alto una honda implicación de este asunto, la cual es inherente a la condición del autor. Nadie que genuinamente lo sea podría supeditar la relación con su arte a los mandatos sociales. Toda vocación define un modo de estar en el mundo. Aunque en otras esferas de la vida pueda considerarse la escritura como una profesión con horarios y rutinas, para el escritor de carácter esto es impracticable. Escribe mientras vela y mientras sueña. Escribe al cantar y al sollozar. Escribe en la opulencia y en el hambre. Escribe cuando riñe y cuando ama. En definitiva, escribe en el dolor y escribe en la fiesta.
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lunes, 11 de enero de 2016

JUAN MANUEL ROCA: EL HABITANTE DEL LENGUAJE POÉTICO. Por Óscar López Alvarado. Ensayo

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JUAN MANUEL ROCA: 
EL HABITANTE DEL LENGUAJE POÉTICO.

Por Óscar López Alvarado
Estudiante de Licenciatura en lengua castellana, Universidad del Tolima. Ibagué, Tolima.

“Sin saber para quién,
Envió esta carta puesta en el buzón del viento.
Oscuros hombres han merodeado a mi puerta…
Una legión de sombras ha roto mi ventana.
No son duendes…
Y sin embargo,
Nos hemos visto dando nombres propios a un vacío…
Escribo esta carta puesta en el buzón del viento,
Desde una nación donde alguien proscribe el sueño”.

(Carta en el buzón del viento).
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“La poesía es un sueño provocado,
Un potro escondido en un bosque de niebla…
Un barco cargado de palabras
Saqueado por monjes y escribanos…
La poesía es un sueño provocado,
Alguien que regresa de las provincias del silencio.

(Memorial del provocador de sueños).

-      Juan Manuel Roca.

La poesía figura en el ámbito del silencio, del secreto cauteloso. Etimológicamente resultaría interminable remontarnos a juicios, épocas históricas para hallar entre los vestigios su naturaleza conceptual. Heidegger decía que el lenguaje es la casa del ser; destino y palabra, fuente para fundar una realidad habitada que reconfigura el mundo; poesía como verbo transfigurado, trasfondo al encuentro con el nacimiento, localizando la vía a lo desconocido; sendero misterioso donde el lenguaje camina para internarse en lo recóndito del alma.

Sin lugar a duda, Roca es el caminante que con sus huellas marca posibilidad para conducir a la morada de una palabra invisible-intuitiva, vierte un fulgor que centella desde lo íntimo hasta lo objetivo. El encuentro con la elevación de su pluma hace que nos adentremos a regar su floración de metáforas, lugares, recuerdos y ensoñaciones con cada lectura; cada cúmulo de elementos que nos entrega mediante sus líneas nos dirige a captar al interior de nuestro espíritu la profunda marca que solo es alimentada por medio del ansia poética. Su escritura, forma de expresión que como un autorretrato nos mira clamando desde un silencio, evoca una identificación que a la mejor forma de poetas alucinantes, intuyendo versos propios donde obra en nosotros el asombro y la perplejidad al roce de aquella palabra habitada por el poeta.

Referirnos al arte poética de Juan Manuel Roca es acceder a una experiencia significativa en la praxis de los versos, ya que más allá de un hecho estético germina una voz que pliega al susurro de la mirada; verlo es contemplarlo pero mirarlo es conocer de manera personal, la preocupación y ante todo la confesión realizada en cada lanzamiento escrito. Fue Bachelard el que dijo: “La poesía es uno de los destinos de la palabra al afinar la toma de conciencia del lenguaje en el plano de los poemas”, y con Roca nos veos movidos en su locución, por lo que no es en vano su composición al articular el recuerdo en: “Una tertulia de sombras que bebía el vino del destierro”.

Es otro mundo donde se sustenta un presente amparado por lo imaginativo, alejándonos del tedio establecido en una realidad cotidiana, abrumada por los acontecimientos destructivos dentro del mismo hombre, advertimos que con el poeta abrimos el portal para sumergirnos en otra realidad, bajo la magia de su Poiesis que nos sabe tratar y de alguna manera reflexionar de forma serena sobre un país, una soledad. Nos regocijamos al hecho de su sencillez, me refiero que fuera de una complejidad en su palabra, la expresión se fundamenta en lo sosegado para una lectura sin hermetismos. Su lirismo trasiega de lo complejo a lo sencillo. Claro está, no pretendiendo denominar que su entrega es al facilismo sino que, sustancial en imágenes comprendemos un lenguaje de identificación definido desde nuestra propia alma.

Y es ante este fenómeno del lenguaje habitado donde podemos enlazarnos mediante una comunión con el poeta. Ya Paul Valéry lo había expresado: “La poesía es la condición paradisiaca del lenguaje”, y al tantear la órbita de sus poemas en una primera observación pretendemos arrebatarles su espacio para convivir en él, siendo posterior sugeridos que, inconscientemente ya pertenecíamos al mismo. “Sin pasaje, sin ojos en sus ojos, /…se ve despidiendo amigos/ envueltos en el cedro del olvido”, proclama Roca, ante una cuestión que hace sangrar sus líneas y es la de la realidad colombiana, por ello trasciende su visión al transfigurarla en una ebriedad que como fin último es el olvido; lo deshabitado es figurado con una ceguera y que se fija en ausencia:

…”Un país de cielos abolidos
Y gentes que guardan en cajas de cartón
Un pedazo azul de lejanía”.

Siendo coherente, comprometido con lo que le apasiona, relacionado íntimamente, su espontaneidad poética lo dirige a dimensionarse en un mundo movido por su huella de vida que, aunque equilibrado frente a las diversas posibilidades de vida dentro de la literatura, vierte un paralelo entre lo artístico y personal. Su huella se remite a su memoria y en palabras de Richter es “La memoria el único lugar en el que no podemos ser desterrados”, pues con su poema “Las enfermedades del alma” Juan Manuel Roca ha compuesto una canción contenida dentro del espacio de la soledad, pesadilla, remembranza, tranquilidad, tedio, olvido:

…”Me da grieta
Saber que soy un sueño,
Un ruido de pisadas en la casona del mundo”.

El semblante del poeta se evidencia en su sello escrito. A esto, Germán Espinosa, refiriéndose a Roca, comenta que: “Nos reencontramos con las vivencias del poeta, como si éste, para transmitírnoslas, se hubiera embebido, previamente, en la sustancia del universo”, su experiencia irrumpiendo en los límites de la memoria, subsistiendo en la permanencia del testimonio metaforizado, hasta metaforseado por la complicación que contiene, lo forja en un carácter de profundidad en el conocimiento de su ámbito, que compartido en la significancia de la lectura llega a ser el personaje de su poesía; según Bachelard “El poeta habla en el umbral del ser” y es Juan Manuel el morador de ese umbral llamado lenguaje.

Leer a Roca es conmovernos, tomar la inquietud y colocarlo en la palabra para que perdure en la memoria de los hombres, ya que su brevedad es contundente, sin valerse de la acomodación en extensos versos, bebe de una fuente intransitiva, frecuentada por el mismo Perse, aquella fuente poética vuelve un mensaje o discurso en canto, desde un tema como lo llega ser la imagen del viento, la forma de la ausencia o del exilio, la identidad al trabajarlas es inherente. Un elemento permanente es el exilio, arropado por la metáfora se convierte en el sentimiento colectivo del que podemos tomar como su fuera de nuestro reconocimiento; de acuerdo con Bernard Shaw, “Llegan a emplearse los espejos para verse la cara, y se emplea el arte para verse el alma”, y es con el arte poética de Juan Manuel donde vemos moldeados ciertas nociones comprimidas de nuestro ser en sí: “La oscura catacumba de mi pecho” confirma el poeta en ciertos vacíos que confeccionan su lírica, con ello, permitiendo pensar en una realidad que se vea soportada mediante las manifestaciones del arte, ya que no todos sus poemas llegan a situarse en la posición escrita sino que se convierten por medio de cada acercamiento, en pinturas que fundamentan contextos donde abunda el paisaje de la ausencia, del recuerdo, del tiempo y añoranza: “El balanceo de un columpio vacío/puede ser la evocación del niño que fuimos”.

Por otro lado, en su característica esencial, lo que llegó a denominar el mismo poeta como “La palabra justa en el pajar del lenguaje”, se frecuenta al interior del mundo de la ausencia, “Cenizas del verbo” al admirarse en los telones del recuerdo, por eso, en la invocación de sus líneas advertimos tocar al autor por medio de la niebla del sueño, un influjo que nos despierta dentro de la vigilia, como el Funes de Borges, Roca es el provocador al fijar sus sueños como la vigilia de nosotros, conduciéndolo a ser un pensador imborrable ante la reminiscencia, no se distrae y forja su mundo apoyado en esta realidad colectiva pero abrazado a la creación  que nos asiste.

O más bien, nosotros asistiendo a ese mundo posible eludiendo cualquier otro espacio y claramente, en ese paso de confianza apreciamos una tertulia de sombras de la que nos familiarizamos. En el tanteo de la búsqueda al identificar voces que se enlazan en una conversación enigmática, apreciamos la palabra de Aurelio Arturo vinculada con la de Roca. Más que una herencia se considera la aventura del ritmo en imágenes y tiempo que llega a emplear el segundo, pero lo que no podemos omitir es esa edificación poética levantada al tomar estos dos cánones liricos colombianos. Baudelaire comentaba: “Para conocer el alma del poeta hay que buscar en su obra aquellas palabras que aparecen con más frecuencia, de ahí se delata cuál es su obsesión”, y en este enlazamiento, la figura de la niebla, de la remembranza generaliza hasta hallarnos tras la perspectiva de un velo. Es el caso, por ejemplo, del poema “Canción de hojas y lejanías”:

…”En las hojas murmuraban lejanías de países remotos,
… reían lluvias de hablas clarísimas
Como aguas…
El viento traía las lejanías como traer una hoja”.

Rico en la formalidad poética, esta canción alude a una conexión creativa aceptando la nostalgia de las cicatrices, callada pero palpitante desde lo humano a lo rumorado dentro del alza de la naturaleza. Roca habla con Aurelio y le dirige su poema:

Palabras en la Niebla:

…”Estoy sentado en un mueble de niebla,
Bajo un techo de niebla y un mundo ciego…
Hablo con una muchacha que no veo ni conozco…
Oigo su voz viniendo por el pasillo de madera,
Su voz que abre en la niebla una pequeña claridad”.

En la apuntación de esta lectura, concretamos el tejido que se establece en las letras literarias colombianas, que reconocidas por un sentimiento de acercamiento, no perdemos el rumbo ni nos vemos violentados, sino que, girando en torno de ellas, buscamos penetrar y regocijarnos en el olor, el sentir de la palabra realizada.

Luego de aventurarnos a través de los perfectos componentes poéticos  en su lírica, es de reconocer la multiplicidad en su hábitat. En un momento es hermanastro de Caín, luego es un eco entre los demás ecos, posterior un ángel que pretende traspasar la soledad del espejo, y asimismo una abadesa con complejo de incertidumbre: …”Soy la abadesa/…en mi celda pende un espejo de lágrimas/…mi temor es vivir en la amnesia de Dios”. Viendo la historia como objeto de testimonio, libremente hace emerger conciencias colectivas que las hiende a su alma, las remienda en su poesía y ambiguamente las comparte desde su sentir, de ahí que Rojas Herazo no se equivocara al decir que en Roca “Su palabra camina a tientas”.

El tiempo, cuestión enigmática que fecunda en el pensamiento del hombre una fuerte inquietud, se ve soportado mediante el imaginativo trascendental que convertimos en arena o efigie. Esta simbolización presentada de manera clara
por el poeta, no se instaura tanto en una preocupación, sino como un tema para acceder al trasfondo de lo que se nos escapa de las manos; esta naturalidad transformada de modo objetual conduce a convertir una experiencia en una perspectiva más allá de lo realizado, de lo mítico a lo apocalíptico. Ya lo vemos en su poema “Una estatua amenazante”:

“En la catedral de Segovia
La estatua de San Frutos…
Sostiene un libro que lee sin descanso:
…la leyenda dice
Que cuando se decida a pasar la última pagina
El mundo acabará…
El tiempo detenido en la página
Parece una alegoría de lo eterno”.

Con esto identificamos la claridad del nombre Juan Manuel Roca, el viajante de las culturas, el relator de sus experiencias, el hombre que en un parpadeo dejó de ser hombre para convertirse en poesía, aquel que entregó de manera dialogada confirmaciones lejanas en donde podríamos vernos partícipes de un ambito, de una vivencia ajena, pero siempre con determinación de haber gozado de esa visión. En el interior de cada lectura presentimos haber estado en un café cualquiera, en algún lugar del mundo, en haber conversado dentro del Alexander Platz, atravesado Quibdó en una canción de adioses, o siquiera habitar el condominio de Goya. Cada encuentro es un viaje para ubicarnos en una realidad en la que logramos existir, de la mano con Roca nuestra percepción se fundamenta en múltiples experiencias compartidas.

En algún tiempo Holderlin comento que “Solo los poetas fundan lo permanente”, y con Roca existe lo sustancia del verso. A veces en su juego del  lenguaje, lo principal camina desde las intuiciones, equiparándose con arquetipos; piensa el lenguaje, lo revive por medio de la asistencia en la palabra, creador de espacios donde prima su voz, inunda de brillo la letra muda, la que es oscura dentro de su abandono, la luce con metáfora haciéndola rodar en los confines centrales del poema; danza y el poeta baila con ella, a veces una musicalidad fatalista, sombría o esperanzadora. Tal como lo dijo Borges: “Un idioma es una tradición, un modo de sentir la realidad no un arbitrario repertorio de símbolos”, y en el manejo de la lengua castellana es el destino de Juan Manuel Roca, maestro de su lengua y con ello del lenguaje reanimando la figura del poeta, el compromiso en la labor, la eficacia en el acierto de llegar al lector, pues hoy en día abundan los versos inconclusos y escasean la brevedad demiurga del arte poética.

Junto a esto, retomando los juicios de Espinosa: “Roca nos hechiza y nos sumerge, sin transiciones, en el perímetro encantado de sus sueños, que transforma en nuestros sueños”, advenimos a su esencia mediante nuestra perplejidad hallando una vía para contemplar el ámbito imaginativo; advertir huir de lo común para introducirnos en una comedia trabajada tanto para enaltecer una literatura, como para buscar una liberación, una catarsis. Los ensueños trascienden al alimento de lo instaurado, y con ello a fundar profundidades, en palabras de Bachelard “La ensoñación libera a todo soñador del mundo de las reivindicaciones”. En su voz, en el misterio del eco de su silencio nos condiciona en que: “La poesía es un sueño provocado, /un potro escondido en un bosque de niebla”.

Discrepo la apreciación de Espinosa al decir que en Roca se asiste como a una crucifixión, al identificar el oscuro presente de la patria en su poesía. Por lo que no sintiendo la flagelación de las líneas, llegamos a concebir cierta evocación que roza el alma y se representa en la imagen viva del exterior. Es cierto que el escritor toma esta realidad de manera diferencial, sensible y a la vez fría, transmitiéndola por medio de olores olvidados o de memorias decaídas, de acechanza a lo que no conocemos:

…”Si quieren saberlo, lo único que no oigo
Es la voz de los desaparecidos.
El timbal del corazón acompasando sus silencios”.

Fuera de considerar una procesión de nostalgias en su poesía, reconocemos una absoluta posesión en el canto de antaño y su experiencia en el presente, y con la afirmación de Òscar Collazos de que al interior de su poesía pervivió la “Sensibilidad de una época”, convergemos que el llamado hechizo yace en el desafío de sobreponerse a lo establecido, pero más aun, identificarse con ese objeto poético, apropiárselo y llevarlo como arma, una base para la determinación espiritual; en ese encuentro con lo abstracto que logramos palparlo, descubrimos la forma de encanto, de posibilidad, de hábitat en el poema:

…”Entre las rectilíneas carrileras del poema
Hay un tesoro a punto de ser encontrado,
Un milagro a punto de ocurrir.
En este poema regresan al país los desterrados”.

Soñar un lenguaje, convertirlo en ansia, tratar de devorarlo es el apetito de todo creador, y no se podría eludir la fuente encantada de Cesar Vallejo enlazados con las nociones de Roca. Dice Héctor Rojas Herazo que “Vallejo es el hechizado que se contempla en el hechizo”, vertimos nuestra mirada al poeta colombiano como aquel que habla desde el laberinto, alucinando la esperanza reveladora de una palabra inquieta, una fantasía que acompaña los compases de la soledad, o tan solo el vuelo de una herida al sentir la sangre regarse en otros lugares. Sabemos que entre estos dos hermanos que expresan su cantar mediante el español tatuado, se desnudan las llagas de una ausencia y de un olvidado pensamiento de remembranza, el clamor renovado en versos que poéticamente se tradujeran.

Posicionando la maestría del lenguaje y el carácter de Roca dentro de la poesía, no callo al decir que, en nuestra línea de la lírica contemporánea, se enlaza tan grande como el mismo César Vallejo, ya que reiterando a Herazo “Vallejo es interioridad pura, carente de paisaje”; Roca es entonces, trasfondo, pintura fundamentada en prodigiosas imágenes.


Inclinado en lo propio de interpretar y acercarse a Juan Manuel, resulta vital reconocer el vínculo tenido con las juventudes, aún frente a la decadencia presentada (abundancia de escribidores y pocos creadores –escritores-), hallamos un camino para resguardarnos en la satisfacción de vivir en la poesía, aquella realidad que no desampara; y con Roca, claramente miramos un habitante de un reino difícil de conquistar, pero más que todo de acertar, aquel país llamado lenguaje, lenguaje poético. Siendo así, teniendo en cuenta a Germán Espinosa en denominar a Borges junto a Flaubert como “La perfecta hombría de las letras”, no tiembla la mano al fundir a Juan Manuel Roca en el carácter forjado del lirismo americano, forjando un tríptico que tal, como el hechizo nos cautiva y estremece. 

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