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DEL
SUJETO HIPERMODERNO,
DE
LAS CIENCIAS HUMANAS Y
DEL
ATARDECER DEL HUMANISMO MODERNO OCCIDENTAL
Fernando
Cruz Kronfly
Profesor
de la Universidad
del Valle
Doctor
Honoris Causa en Literatura
Texto completo de la
exposición ofrecida en la Biblioteca Departamental de Cali, en la noche del 28
de febrero de 2017, durante el conversatorio con William Ospina. Por lo extenso
del texto, su autor solo leyó aproximadamente el cincuenta por ciento.
NTC ... agradece al autor el generoso aporte del texto
y su autorización para publicarlo.
Los
humanismos modernos occidentales han muerto. No consiguieron sobrevivir a la
crisis de lo moderno que se expresa y advierte en la subjetividad contemporánea
hipermoderna. Mucho menos pudieron sobrevivir al empuje de las ciencias humanas
que se ocupan de la compleja y desgarrada especificidad humana, jamás de su imaginaria
grandeza en bancarrota. Por el contrario, las ciencias humanas exploran los límites,
perturbaciones y peligros que ofrece el animal humano ante sí mismo y ante la
constelación de las demás especies vivas. Pero los humanismos no son las humanidades,
como la literatura y la filosofía, ni las ciencias humanas como la
antropología, las psicologías, la lingüística y demás ciencias que exploran la
condición humana. Las humanidades y las ciencias humanas siguen vivas, así en
muchas universidades las derechas políticas e ideologías “eficientistas” quieran
extinguirlas.
He
dicho, en plural, humanismos modernos occidentales. Para empezar, el humanismo literario,
artístico y estético se extingue, entendido como exaltación de lo clásico greco-latino
que se impuso como modelo de referencia y perfección. Ha muerto también el
humanismo filosófico, en cuanto construyó sus presupuestos a partir de la superior
dignidad humana y su delirio de grandeza, tomando como punto de partida la
hegemonía de la Razón
e instaurando durante siglos una concepción del mundo excesivamente antropocéntrica.
Si
bien el humanismo occidental post-renacentista puede ser acusado de desmedido antropocentrismo,
este no es su problema principal, mucho menos el decisivo. Pues tal acusación podría extenderse también a
otras culturas diferentes de las occidentales modernas, en las cuales el
antropocentrismo y el antropomorfismo, cuando no se expresan directamente en la
concepción de lo humano, se desvían hacia la manera como se conciben los dioses
y el mundo alrededor, mediante un proceso de proyección psíquica según el cual a
los espíritus, a los dioses y a la misma naturaleza se les atribuyen rasgos humanos,
como ocurre con el animismo. Es bien sabido que en algunas culturas las cosas tienen
alma, los espíritus se enojan y los dioses “trabajan”, Y que, al hacerlo, los
dioses “crean” el mundo y se fatigan, pero se cuidan de atribuirse a sí mismos
autoridad y poder con el fin de intervenir en lo creado como les viene en gana,
a modo de calco y espejo de los soberanos reales arbitrarios y crueles, a
quienes sin embargo los seres humanos ruegan protección, compañía y beneficios
mientras les temen y los colman de zalamerías.
Ahora
bien, la crisis de lo moderno no es sólo la tierra del fin de las utopías y la
caída de los grandes relatos, sino también la tierra que produjo el brotar de
un nuevo tipo de subjetividad refractaria a todas las formas del humanismo e
incluso de las humanidades. Allí soplan vientos iletrados y la banalidad de la
cual hace ostentación termina por precipitar el atardecer de la cultura
literaria y la estética clásicas. No hay humanismo literario que pueda
sobrevivir al sujeto hipermoderno, banal y desapegado de toda tradición.
La
ruta de la modernidad occidental desembocó en la consolidación y, en nuestro
tiempo, en la exacerbación del principio de individuación y en la autonomía y autarquía
sin límite del sujeto. Brotó así un mundo psíquico ensimismado en el que se
instaló a vivir el sujeto contemporáneo. La subjetividad de nuestro tiempo ha
devenido en extremo individualista, egocéntrica y narcisista. Esta subjetividad
no brotó en la cultura occidental contemporánea de manera espontánea, sino que fue inducida por la
fábrica de formatear las mentes de manera deliberada e intencional.
Ahora,
el centro de la preocupación no es el Hombre
ni mucho menos la humanidad en
términos genéricos, sino el Yo. Todos andan buscando su Yo. Este culto al Yo
implica y favorece la desconexión radical del sujeto de nuestro tiempo con la
tradición humanista, que se tornó pesada, inútil y estorbosa. El receptor de
dicha tradición ya no es el ser humano, que al entrar en contacto con ella se
ilustraría, crecería y se convertiría en un mejor hombre, sino el museo y las
grandes bibliotecas, cementerios donde van las culturas y las tradiciones muertas.
Los sujetos hipermodernos contemporáneos son incapaces de preguntarse por el Hombre o por la Humanidad, preguntas
fundamentales para la modernidad occidental posterior al renacimiento y hasta
comienzos del Siglo XX. Andan, por el contrario, buscando “la
verdad” de su Yo donde no está, salvo en el diario e intenso goce de la vida.
Por
otra parte, los “constructos” ideológico-filosóficos que durante siglos dieron
fundamento al humanismo como teoría sobre la grandeza humana, empezaron a
quebrarse como porcelana a partir del nacimiento y maduración de las ciencias que se ocupan de la
especificidad humana.
El
golpazo asestado por Darwin al antropocentrismo desde la antropología, tanto
como al delirio de grandeza de una especie que se suponía única y honrosamente desenraizada
de la naturaleza, fue demoledor. A partir de Darwin, la diferencia entre el
hombre y los primates dejó de ser esencial, para convertirse apenas en una
diferencia de grado. Humboldt, por su parte, construyó el concepto de naturaleza como un todo, del que los
seres humanos hacemos parte junto con el resto de las especies animales y
vegetales. La naturaleza se
convirtió en sistema. Y la
inteligencia pasó a ser un don esparcido por todo el tejido de la naturaleza en
su conjunto. La Razón,
en cuanto atributo exclusivo y único de la especie humana quedó en entredicho.
Hizo crisis el racionalismo. La crítica a la hegemonía y dictadura de la Razón se convirtió en moda
en los círculos intelectuales. Sin embargo, a pesar de la razonable crítica
contemporánea en contra de los abusos de la Razón, el trabajo de Darwin y de Humboldt provino
del estricto uso de la razón crítica.
Es
necesario, pero además legítimo porque existen motivos poderosos, criticar el Racionalismo
y los abusos cometidos en uso de la razón. Auschwitz es un aterrador ejemplo,
entre muchos otros, de la racionalidad y eficacia de los medios macabros utilizados
para el logro de los fines utópicos nazis. El exterminio humano y del planeta a
lo largo de la historia, son producto del uso de la razón. La razón lo permite
todo, está detrás de lo mejor y lo peor. Ahora, a diferencia de los tiempos del humanismo filosófico, gracias
al uso de la razón analítica y crítica, las cosas pueden verse de otro modo.
Aquí
la ambivalencia deviene absoluta, por cuanto el uso de la razón crítica es casi
lo único que nos queda. Las más feroces críticas contra la Razón, se han logrado
justamente en uso de la razón. La demolición de los fundamentos antropocéntricos
y racionalistas del humanismo filosófico son producto del uso de la razón.
Es
preciso cuidarse de la razón puesta al servicio de la matanza y la depredación.
Dicho de otro modo, al servicio de la pulsión psíquica de muerte y
destructividad. La razón humana es tierra de nadie. Opera como dispositivo
mental encargado de seleccionar y elegir los medios idóneos para el logro de
ciertos fines, fueren los que fueren, y ambas cosas hacen parte de la agenda
oculta de la especie humana, entendida como la única especie fragmentada, perturbada y por fuera de las leyes del
instinto que la evolución engendró. Si alguna especificad acompaña a la especie
humana, no es su grandeza sino su peligro y perturbación.
Me
ocuparé entonces de los fundamentos del humanismo filosófico. Se postula desde
allí que el comportamiento humano está centrado en la Razón. Esto haría del
ser humano un ser único, por fuera y por encima de todo lo existente. Dicha superioridad lo
habilita, lo autoriza y legitima para intervenir sobre el mundo a su antojo y
dominarlo. Descartes está en el centro de este presupuesto. Principalmente a él
debemos la orden de tomarnos por nosotros mismos el mundo y transformarlo, reduciendo
en esta empresa hasta donde fuese posible la intervención de las fuerzas
extra-mundanas. De los anteriores
supuestos deriva el axioma central, eje de la modernidad occidental, que si
bien venía de lejos, al reinscribirse en el contexto secular renacentista,
aupado por el comercio, hizo que el tiempo histórico fuese concebido
definitivamente como lineal ascendente progresivo, acumulativo y de constante perfeccionamiento
humano, material y moral. Un tiempo capaz de conducir a la humanidad hacia una
salida de felicidad, emancipación y plenitud. Lo anterior, constituye el
corazón de la idea de progreso material y moral de la humanidad, esencial como
soporte ideológico legitimador de la modernidad occidental post-renacentista,
hasta comienzos del Siglo XX. Pero, esta idea de progreso material y moral de
la humanidad, según Robert Nisbet, en el mundo contemporáneo se vino al suelo.
La
idea de progreso material de la humanidad, supuso que la acumulación económica, la ciencia y la
técnica progresivas, eran los medios por los cuales los seres
humanos habrían de viajar, ascendentemente, rumbo a una salida final de emancipación y plenitud. Es posible ver aquí la
transposición, a la idea de progreso material, de la escalera bíblica que lleva
al cielo. Esta resignificación laica de la escalera que permite ir al cielo no
es cualquier cosa secundaria, puesto que es la imagen laica legitimadora
central de la modernidad.
Despojar
a la idea de progreso material de este componente finalista, no solo equivale a
falsearla sino a mutilarla de su extraordinaria potencia legitimadora de la modernidad
occidental en su conjunto y del capitalismo en particular, como proyecto
histórico mesiánico “salvador”. Hoy, este
imaginario ha devenido en basura ideológica.
Nadie
puede desconocer el avance real y objetivo de la ciencia, de los instrumentos y
la técnica. Nadie puede ignorar que esto trae salud, comodidad y confort. Sin
embargo, este no es el problema. Porque así mismo nadie puede negar que el
mundo desarrollado de hoy en occidente y sus filiales, habitado por sujetos
ahítos de salud y de vacunas, alimentos dietéticos, gimnasios, gomas de mascar,
bebidas gaseosas o energizantes, papitas fritas y platanitos, televisión
casera, violencia a la carta, amor virtual ensimismado, sexo en libertad en el
jardín del Edén des-regulado, glotonería y confort, sufre sin embargo en medio de todo esto de aguda
desesperanza y vacío. Precisamente, porque este progreso material indiscutible de
repente quedó desposeído del imaginario finalista según el cual habría de
llevar a la humanidad a una salida de emancipación, plenitud y felicidad. Por el contrario, ha quedado en evidencia que
el progreso material que se expresa en la obra humana, de manera paradójica ha
llevado también a la depredación, al crimen, a la drogadicción, al vacío
psíquico y a la generación de toneladas de desperdicios tóxicos. Motivo por el
cual se convierte en amenaza para el
futuro del planeta y de todas las especies vivas.
En
el centro del lujo y la abundancia de las cosas, de las que nos rodeamos y en
las cuales buscamos refugio, consuelo y compañía, hasta el punto de cosificarnos
y delegar en ellas el valor de nuestras vidas, la enfermedad de nuestro tiempo
es justamente la desesperanza, la ansiedad, la depresión, la sensación de vacío,
la incertidumbre, la pérdida aguda del sentido de vivir y, si se quiere, el
desamor en medio de la hiper-sexualidad liberal des-regulada. Los psicólogos y
psicoanalistas tienen por tanto ahora muchísimo trabajo y muy legítimo. Aunque lo
tienen también, de otra manera, los profetas de la autoayuda y los neo-misticismos,
tipo Pablo Cohelo y otros de su banda consoladora, quienes procuran la sanación
del contemporáneo sufrimiento humano en la búsqueda de “la verdad” del Yo
dentro de sí mismo, en el fondo oscuro y profundo de uno mismo, donde por
supuesto el Yo jamás está, ni estuvo ni podrá estar nunca, en cuanto el Yo no
puede darse sino en la relación con la Otredad.
La
industria de los ansiolíticos, antidepresivos y somníferos labora a toda
máquina. Y muy pocos atribuyen esta pandemia psíquica, en buena parte a la
derrota de las promesas modernas incumplidas de emancipación, plenitud y
felicidad que fueron inherentes a la idea del progreso material, tanto como al
severo recorte del horizonte futuro basado en las utopías, que se hundieron. Naufragio
que se llevó también consigo todas las formas y variantes históricas del
humanismo filosófico, en cuanto acto de fe y de confianza en la supuesta grandeza
humana.
Estamos
entonces en presencia de un sujeto líquido y evanescente en sus vínculos, según
Zygmunt Bauman; sin gravedad ni peso, tal como lo define el psicoanalista Melman en su inquietante diálogo con Lebrun; unario
y no binario según Dany-Robert Dufour; ensimismado, narciso y en manos del
vacío, de acuerdo con Lipovetsky; carente de arraigo en utopías en medio de la
caída de los grandes relatos según Lyotard: y, para abreviar, volcado de bruces
al tiempo presente y hedonista, prisionero del mundo digital según el coreano
Chul Han, y con su cuerpo “trabajado” convertido en objeto de culto estético.
De tal manera que, como dice Robert Redeker, el Yo del sujeto contemporáneo se
ha venido a vivir a la imagen que proyecta su cuerpo ante los demás, pues en
nuestro tiempo el cuerpo “trabajado” es el que dice quién soy yo y quién es
quién.
Surge
así el desesperado mundo de las “selfies”, producto de esos pobres seres
humanos que se toman auto fotos para saber en cada instante que allí están; el
aullido solitario del facebook, el amor virtual en solitario, los éxtasis unipersonales
de un sujeto que se quita de encima la limitante y molesta presencia material
del otro con quien todo en pareja debe transarse, negociarse en términos de
aburridores pulsos de poder. Es decir, en términos de Adorno, vivimos una
profunda mutilación de la “negatividad” que representa el Otro. Según Dufour,
domina en nuestro tiempo un sujeto “unario”, cuya propia imagen se construye
desde sí mismo y sin el Otro que la ajuste y contradiga.
Brota
también el mundo de las celebridades sin ideas, porque donde incurran en el
error de dejar ver sus preocupaciones y pensamientos complejos lo estropearán todo
junto con su carrera; y, para redondear,
vivimos en un mundo en el que la intimidad es una mercancía suculenta convertida
en espectáculo mediático rentable, según Paula Sibilia. Este es el mundo de la
subjetividad hipermoderna contemporánea en el que los humanismos se tornan no
sólo imposibles, sino aburridos, inútiles e inimaginables.
Nadie
puede negar que la esclavitud maltrató a la mujer y al hombre trabajador. Lo
hizo por igual la edad media. La modernidad occidental introdujo valores como
la igualdad, la libertad, la autonomía, la dignidad y el respeto, pero aunque
las cosas mejoraron un poco, aún el maltrato de género es noticia de cada día. Sin
embargo, se oculta hasta tornarse invisible el peor de todos los maltratos.
Asombra y duele que en la hipermodernidad contemporánea, la mujer
lipo-succionada y siliconada, presa ella misma de la dictadura de su propio cuerpo
y de los imaginarios mediáticos inducidos por el marketing de la carne competitiva
viva feliz, con su anuencia y su complicidad, su destino de quirófano. Huyendo hombres
y mujeres como locos de las huellas del tiempo, creyendo que son libres por fin
de la vejez y que es supremamente lindo e importante el mundo de pasarela
alrededor. Los hombres, por supuesto y como siempre, van de la lengua detrás de
este estropicio. Y muchos piensan que todo va muy bien.
¿Representa
lo anterior, la salida de plenitud y felicidad por fin lograda que el mundo
moderno humanista prometió como resultado final del progreso material?
¿Fueron
la economía en acumulación y crecimiento depredador, el conocimiento científico
y la técnica, los medios capaces de conducir a la humanidad al horizonte
prometido por la utopía moderna?
Es
evidente que no ha sido así. Pero esto no quiere decir que deban satanizarse la
economía, la ciencia y la técnica. Jamás. Lo que lo anterior quiere decir es
que se derrumbó el soporte de
legitimidad que amparaba el progreso material, en cuanto se esfumó la conexión
entre este progreso material y su capacidad de llevar a la humanidad a una
salida liberadora de todas las penurias.
Es
justamente en esta desconexión donde ha ocurrido la crisis radical de la
modernidad occidental y de su eje central capitalista, que en el proceso han quedado
desnudos y huérfanos del menor soporte de legitimidad.
Lo
más preocupante de todo esto, es que al final el capitalismo se pudo quitar de
encima los límites que la búsqueda y respeto de aquella legitimidad con arreglo
a valores se impuso a sí mismo en otro tiempo. El neoliberalismo podría
pensarse entonces como el modelo económico que provino de la desaparición de
los límites que al capitalismo clásico le impuso la búsqueda y respeto de su
propia legitimidad. Y la cultura que de este derrumbe derivó se llama
hipermoderna y no postmoderna, puesto que la matriz económica e institucional
política y jurídica de la modernidad aún permanece y funciona mal que bien.
Todo lo anterior barrió también, como es de concluir, los diferentes tipos de
humanismo. Dicho de otro modo, la hipermodernidad es una modernidad desposeída de
los soportes humanistas en los que en un tiempo se fundó su legitimidad.
El
derrumbe del humanismo filosófico proviene también de la crisis y hundimiento
de la idea del progreso moral de la humanidad. Según esta idea, se supuso
que por medio de la inteligencia ilustrada, el conocimiento, la educación en la
tradición greco-latina y el saber científico, la humanidad habría de ser cada
vez moralmente mejor y el bien triunfaría definitivamente sobre el mal. Hoy en
día, podemos sonreír ante tanta inocencia. Dicho de otro modo, ante tanta basura
que hasta hace poco funcionó en la cultura como axioma cultural indiscutible. Tanto el capitalismo como el
comunismo esperaron producir un hombre nuevo, amante de la paz, el bien y el
ascenso moral. En vez de un minuto de silencio, podemos todos sonreír.
¿Quién
puede hoy afirmar que la inteligencia ilustrada, la educación, las humanidades
clásicas y el arte y la ciencia, garantizaron el advenir de un hombre nuevo, y
que sobre los hombros de este hombre nuevo triunfaría en la historia el bien
sobre el mal, la razón sobre la irracionalidad, la sensatez sobre la insensatez?
Si
esto fue así, que hablen entonces los comandantes nazis educados que estuvieron
al frente de los escalofriantes genocidios del Siglo XX. Que digan qué tanto los
disfrutaron, que nos muestren las condecoraciones que por tales genocidios obtuvieron y nos expliquen con cuánta fe, lealtad y
rectitud obraron cuando quemaban niños, hombres y mujeres en los hornos
ambientados por las notas de “El oro del Rhin”, de Richard Wagner. Que hablen
quienes desde sus imaginarios culturales respetables en términos del
relativismo cultural, cortaron los tendones a sus enemigos en Ruanda, cuando
huían éstos despavoridos del horror y los incendios. Que hablen a nombre de la
democracia Galtieri, Videla y Pinochet,
tan bien puestos, educados y creyentes. Que hablen aquellos que, educados en Marx
y en la utopía socialista, sepultaron a los disidentes bajo la nieve de los
Gulags o los fusilaron en la alborada de cualquier día a nombre de la humanidad
mejor y más humana que vendría. Que hablen los carceleros de las Farc, educados
en las cartillas y los asesinos de la extrema derecha paramilitar que fritaron
en cacerolas muslos y sobrebarriga humanos. Que hablen los educados y creyentes
jefes degolladores del Estado Islámico, los guillotinadores del período del terror
durante la
Revolución Francesa, a la que tanto debe la modernidad
democrática e ilustrada occidental. Que se pongan los sombreros emplumados los
sacerdotes sacrificadores Aztecas y Mayas, líderes de una de las culturas más
importantes y hermosas de este mundo, así como el pueblo delirante de gozo ante
sus jefes espirituales y ante la sangre a chorros por el graderío abajo. Que
nos miren a los ojos los Sapiens, armados de garrotes imponiendo su poder
exterminador contra los Neardentales, matanza primordial de donde vinimos según
Harari.
Que
vengan todos y se atrevan a hablar ante nosotros del progreso moral ascendente de
la humanidad. No seamos ingenuos. La denominada condición humana tiene en su
agenda la pulsión de muerte y destructividad, encargada del eterno retorno del
abismo antropológico. Está claro que la perturbada condición humana es desde el
principio de los tiempos cuaternarios y hasta hoy, impredecible tierra de
nadie.
Pero,
no todo es desgracia, violencia y destrucción. No debemos preocuparnos. La
humanidad ha inventado dispositivos inhibidores de las pulsiones, con verdadero
éxito. Las prohibiciones tabú, la vigilancia de los espíritus vengadores, las
creencias totémicas, los mandamientos de los dioses y los ofrecimientos
celestiales, las leyes y las cárceles laicas del estado moderno, los
sentimientos de piedad y solidaridad, los acuerdos y pactos internacionales
sobre paz, sensatez y respeto entre las naciones. Pero, a modo de ejemplo,
estos últimos serían letra muerta y un canto a la bandera, si no estuviesen
respaldados por gigantescos depósitos y arsenales de armas letales, cada día
más sofisticadas y perfectas en términos de capacidad de muerte y destrucción. Armas
que se ensayan en micro-guerras inventadas y que dejan real muerte y
destucción.
Mucho
de lo anterior, interiorizado en el Super yo, actúa con evidente eficacia y nos
ha puesto a salvo de la total barbarie. No estoy diciendo que nada se haya
logrado en términos de la inhibición de las pulsiones. Lo que se ha conseguido
es mucho y demasiado significativo. Pero, es hora de perder la inocencia.
Porque de ninguna manera las pulsiones inhibidas desaparecen. A cada rato las
potencias civilizadas gruñen y se muestran los colmillos.
Cuántos
clamores no se han levantado en vano contra la violencia y el exterminio.
Cuántas invocaciones a la sensatez e incluso a la racionalidad y el buen juicio.
Cuántas plegarias a los dioses aún más sordos que los hombres. Cuántas
advertencias científicas acerca del fin del planeta, morada de la humanidad y
de la naturaleza viva amenazada. Estos clamores, oraciones y advertencias no
están nada mal. Hablan bien del lado consciente, sensato y piadoso de los
hombres. Pero en el inconsciente de los humanos bulle agazapado y lo hizo
siempre a lo largo de la historia un otro lado aterrador y preocupante, que
lleva por nombre pulsión de muerte y
destructividad. No todo se debe a ella, por supuesto, pero es hora de saber
que siempre ha estado y está ahí.
Lo
sabemos. El planeta y la humanidad entera se encuentran amenazados debido a
esta pulsión inconsciente de muerte y destructividad que se expresa a través de
diferentes formas de poder y autoridad. Y que se encubre bajo elaboradas
justificaciones. Sin embargo, el problema no es jamás el poder en sí mismo, pues
el poder es antropológica y psicológicamente imprescindible al mundo humano.
Pensar que el poder tiene la culpa de lo peor, es lo mismo que pensar que la
culpa es del sofá.
La
pulsión de muerte y destructividad se puede reprimir y sublimar, por supuesto. Se
puede domesticar. Es imprescindible hacerlo y siempre se ha hecho. Cada que
nace y un niño hay que volver a empezar. La pulsión se puede reglamentar,
diferir y hasta desviar. Pero jamás se la puede eliminar y hacerla desaparecer
de la especificidad humana. Podría ser ingenuo pedir que se pare en seco la
devastación, no sólo la del planeta sino la de la humanidad entera, pues la
devastación proviene en muy buena parte, aunque se mimetice en diversas y hasta
floridas razones, de la pulsión de muerte y destructividad. La devastación no
es sólo la del agua, la del aire respirable y los glaciares, sino también la del
Estado Islámico, las barcazas sirias y africanas y los seres humanos y los
niños que se hunden en el mar. La de nuestros hermanos africanos y sus rebaños,
que mueren por parejo desde hace siglos de hambre y sed. Pero, también, por
causa de las matanzas étnicas. La de las criaturas de nuestra Guajira y del
Chocó, porque hace parte esencial de la devastación la indiferencia insensible,
de quienes de manera inconsciente se gozan la muerte de los demás, como ocurre
con quienes asisten a los velorios a beber café y a verificar que el cadáver
que se descompone entre los velones no es el suyo.
Es
desesperante quedarse en los clamores, en las oraciones y advertencias científicas
en favor de la vida y la salvación del planeta, habida cuenta de que en contra
de esta buena intención, necesaria y moralmente válida, obra de manera inconsciente
y larvada la persistente pulsión de muerte y destructividad. Como obra también
de modo abierto, asociada a la pulsión, la ambición de riqueza y poderío
geo-político. Y lo más preocupante pero además hermoso, lo reitero, es que cada
que nace un niño se hace necesario empezar de nuevo con el trabajo de traerlo a
la humanidad de los valores y principios, prohibiciones y límites de las
pulsiones, que jamás son innatos.
Debemos
al viejo Freud estas luces. Por estas y otras razones el ser humano es un
enfermo ambivalente que ora y mata,
que clama a los dioses misericordia pero al mismo tiempo elabora imaginarios encaminados
a legitimar la matanza, la depredación, el desalojo violento, el exterminio.
Según Boris Cyrulnik, detrás de cada genocidio hay un imaginario legitimador. Y
el sabio abuelo George Steiner, propone que la metáfora del infierno es mucho
más fascinante que la metáfora del cielo. Y advierte además que las humanidades
no humanizan.
Y
esto es así, porque el cielo es imposible de volver realidad en esta tierra. No
existe presupuesto suficiente para conseguirlo y para ir allí la condición es morir.
En cambio de esto, la metáfora del infierno se ha convertido en realidad tantas
veces en la historia de la especie humana, con la ayuda de un poco de utopía, de
ciencia y técnica. Incluso con escaso presupuesto. En Ruanda fueron suficientes
los machetes. Nuestros padres Sapiens sólo usaron garrotes dirigidos a la mollera
de los Neardentales. Aquí en nuestro país bastaron en un tiempo las hachas, los
cuchillos, la gasolina y los fósforos, y en lo alto un pendón con la imagen triunfal
de Cristo Rey. No hablo de las Cruzadas de Ricardo Corazón de León, sino de nuestros
ríos pensativos y nuestras cordilleras abrumadas.
La
crisis de la modernidad, insisto, está en el derrumbe de la mítica que legitimó
durante siglos la matriz económica del capitalismo y sus instituciones
jurídico-políticas. Hoy, el capitalismo se sostiene en el aire vacío desprovisto
de su propia utopía. Habitado por jóvenes digitales ensimismados, apenas
indignados, reunidos en enjambres incapaces de crear un nosotros con intención de voltear las cosas, según Chul Han. La
anterior subjetividad hipermoderna permite al “sistema” pervivir desprovisto de
toda legitimidad. El “sistema” se comporta cínico, desnudo, arrogante. Muestra
a todos su vientre abierto sin ocultar sus tripas, toda su mierda. Esto resulta
extraño y vale la pena meditarlo con detenimiento algún día.
Puestas
las cosas así, traslado ahora mi pensamiento al papel demoledor que en el
derrumbe del humanismo filosófico han cumplido las ciencias que se ocupan de la
extrema complejidad de la condición humana.
La
antropología ofrece inmensas luces. La psicología y, sobre todo, la teoría del
inconsciente. La lingüística, en cuanto el lenguaje es, él mismo, clave de
acceso a la especificidad humana. La filosofía antropológica y la ontología, con
las cuales mantengo una deuda diaria e impagable. Y, finalmente, la etología humana, que casi
borra la frontera entre la animalidad y la humanidad, sin eliminarla.
Este
paquete de ciencias sobre lo humano demolió por completo los fundamentos del
humanismo filosófico, porque hizo trizas la idea de hombre en la que este
humanismo se basó.
Visto
desde la ciencia, el ser humano dista mucho de ser lo que el humanismo
filosófico predicó de él. Queda claro que el animal que somos es un perturbado peligroso
en pugna ambivalente con la naturaleza. Lo repito: EN PUGNA PERMANENTE Y
AMBIVALENTE CON LA
NATURALEZA. Un animal que la evolución puso al margen de las
leyes del instinto animal y al quedar
suelto y abierto al mundo se instaló en la fragmentación, con un pie en la
animalidad y el otro en la cultura por él mismo configurada, que lo agobia y lo
limita. Cultura que, sin embargo, más allá de agobiarlo y limitarlo, vino a constituirse
en su nueva morada de refugio artificial, no natural.
Hagamos
un breve recuento:
Según
Claude-Levi Strauss, el ser humano ha quedado instalado en dos naturalezas. Una
primera, animal; y una segunda, cultural.
Es de imaginar el mundo trágico que deriva de esta fragmentación, en
cuanto el animal que no podemos dejar de ser y la cultura que atrapa a este
animal, sostienen entre sí una relación tensa, contradictoria, en constante pugna.
Pero, lo significativo es que la especificidad humana consiste justamente en
esta escisión irresoluble, de tal manera que sin ella no habría humanidad. Lo repito: no habría humanidad. La fragmentación
no es por tanto un defecto, sino la humanidad misma. Nadie puede poner fin, en
vida, a esta fragmentación trágica. Sólo la muerte la resuelve. Ya para qué.
Por
su parte, Freud descubre que el psiquismo humano es una estructura fragmentada en
tres instancias o “niveles”. De manera esquemática y abreviada, diría que a uno
de estos niveles psíquicos lo denomina “Ello”, constituido en principio por las
pulsiones y deseos. A otro denomina “Super yo”, hecho de normas reguladoras y
límites morales de esas pulsiones y deseos. Y en tercer lugar el “Yo”
consciente, situado de alguna forma en el centro de este conflicto. Las
pulsiones y deseos humanos giran alrededor de la sexualidad de goce, liberada de
su fin instintivo reproductivo; del alimento, convertido en culinaria, en
ritualidad y glotonería, digo yo. Y, sobre todo y me interesa para lo que
sigue, la pulsión agresiva, de destructividad y muerte. Eros, vida, y Tanatos,
muerte. Ambas cosas al mismo tiempo en la misma cafetera.
Esta
última pulsión es, precisamente, aquella que mediante sus realizaciones de
guerra, destrucción y violencia, termina por derretir la idea de progreso moral
ascendente y acumulativo de la humanidad, imponiendo por el contrario el
principio del constante retorno a lo abismal que intuyeron los románticos. Y es
la misma que borra con el codo lo que la humanidad, a través de las buenas
intenciones y el mejor voluntarismo, prescribe para la humanidad un deber ser moral
respecto de los demás y del planeta en riesgo. Deber ser que en la retórica
consciente todos aceptan en principio, pero que en la realidad se suele
desconocer a diario.
De
tal manera que a pesar de estos clamores, llamados, advertencias y amenazas de
castigo, la pulsión de muerte y destructividad, la más indómita entre todas,
sigue su marcha encubierta en imaginarios políticos, religiosos, racistas,
machistas, económicos, de pureza, de venganza reparadora, en fin. Y he aquí al
señor Donald Trump y sus secuaces.
Entonces
podemos comprender lo incomprensible, la persistente violencia física y moral que persiste en campos y ciudades, el
terrorismo “como espectáculo”, los desplazamientos multitudinarios derivados de
conflictos de todo tipo, los miles de hombres, mujeres y niños que se hunden en
el mar. He ahí, también, haciendo masa con
todo lo demás, el calentamiento global del planeta descompensado, con el
cual el ser humano sostiene una pugna ambivalente, pues si lo llevamos a
nuestras representaciones mentales como nuestro medio ambiente, de inmediato
quedamos convertidos en animales; las mujeres y los hombres lipo-succionados;
la televisión violenta, el cine y los video-juegos exaltatorios de la muerte virtual
como espectáculo de goce de la muerte sin un solo muerto real que tengamos que
llorar. He ahí también a la humanidad sentada en sillones mullidos, dedicada a
elaborar a la hora del café o el té, al atardecer en el costurero, en el bar o
en el salón de juego, fantasías de castigo en contra de enemigos y rivales, sin
atreverse nadie sin embargo a tocarle un pelo a nadie, más allá de aquella fantasía
o ensoñación de humano desahogo.
Boris
Cyrulnik nos dice, por su parte, que el ser humano es 100% animal, y al mismo
tiempo 100% cultura adquirida. Esta “fórmula” porcentual no deja de ser
desconcertante. Pero con ella el autor
quiere decirnos que no hay nada en el ser humano que no sea animal, pero que
absolutamente toda esa animalidad se encuentra atrapada en la cultura
adquirida. Vemos de nuevo aquí al ser humano como un animal que rema al mismo
tiempo en aguas contradictorias, en dos ríos de naturaleza diferente que se
juntan, que al juntarse sacan chispas sin desaparecer y sin poderse jamás resolver,
para dar origen al conflicto esencial en que el ser humano consiste y en el que
su existencia se realiza. Ya que sin este conflicto esencial no habría
humanidad.
En
cuarto lugar, en su libro “Lo abierto: del animal al hombre”, Giorgio Agamben precisa
las cosas de la siguiente manera: “el hombre es el animal que ya no es”. Ser y
no ser, de nuevo, en clave shakesperiana. Si somos capaces de pensar, asimilar
e inclinarnos pensativos ante esta definición desconcertante, estamos por fin
en el camino que nos lleva a la especificidad humana desgarrada y enferma. Un
animal que ya no es, no puede ser más que un pobre ser descarrilado, del que se
puede esperar cualquier cosa enloquecida o cuerda, miserable o sublime. Pero,
no por ser un animal o por ser un ser humano por separado. Sino, justamente,
por ser y no ser al mismo tiempo ninguna de las dos cosas.
Leyendo
esta obra de Agamben bajo la guía del profesor y amigo Anthony Sampson, a quien
hago un especial reconocimiento intelectual, supe del seminario ofrecido por
Martín Heidegger en la
Universidad de Friburgo, por los años de 1929 y 1930. En aquel
seminario, que tuvo por tema “el aburrimiento profundo”, Heidegger parte de las
siguientes tres tesis: “la piedra es sin mundo; el animal es pobre de mundo; el
hombre es configurador de mundo”. Me remito a este autor sabio y espléndido,
porque este mundo básico que según
Heidegger el humano configura, se hace posible precisamente en la medida en que
este animal naciente y perturbado, conjuga el verbo ser y puede ir en adelante
por el mundo asumiendo para sí: “esto es, esto es”, sin ninguna necesidad de
hacerlo explícito. También en la medida en que este “inédito” animal rompe el “anillo”
instintivo propio del animal pobre de
mundo, entra en conflicto con las leyes naturales y queda así abierto a la totalidad del ser.
Es
sobrecogedor darse cuenta de que para su discurrir filosófico ontológico sobre
la especificidad humana, Heidegger debe recurrir a un importante biólogo y etólogo
de su tiempo, el señor Jacob Von Uexküll, a quien sigue de cerca, pero no en
clave biológica sino en clave estrictamente filosófica. Desde este punto de
vista, la ontología de Heidegger no vuela especulativamente por el aire, sino
que discurre aterrizada a la base biológica y etológica que le ofrece el
científico.
Para
abreviar, debemos preguntarnos: Si los animales saben bien qué hacer, en cuanto
realizan su vida atrapados en su medio ambiente y su conducta está anillada a las
certeras leyes del instinto que la rigen ¿qué sucede con el ser humano, que ya
no tiene en estricto sentido medio ambiente sino por el contrario un espacio físico
exterior gobernado por su mundo normativo moral configurado por él mismo, de
tal manera que su conducta ya no es justamente una conducta, como ocurre en el
reino animal instintivo, en cuanto se ha convertido ahora en comportamiento susceptible de ser
juzgado, vigilado y eventualmente castigado por culpable?
Acabo
de decir que el animal humano no tiene en estricto sentido medio ambiente, como todos los otros animales. Lo que el ser humano
tiene alrededor es absolutamente otra cosa: un espacio para el ejercicio de su voluntad
de poderío, de la loca afirmación de su Yo contra el mundo y el desahogo de su agresividad
depredadora. Este punto, definitivo para la reflexión sobre la suerte del
planeta, será objeto de otro día. Pero explica por el momento, a modo de
hipótesis, lo difícil o imposible que resulta “parar en seco” la destrucción y
desequilibrio del planeta.
¿Qué
sucede a este nuevo animal que da comienzo a la culpa en este mundo, al
arrepentimiento, al sufrimiento y al dolor moral, al castigo, a la venganza y
al terror, fugitivo de la naturaleza que ahora ya no opera en estricto sentido como
su medio ambiente, de la que poco a poco sus propios imaginarios lo distancian,
vergonzante de su animalidad pero sin poder escapar de serlo ni, mucho menos, de
pertenecer a la naturaleza obvia?
En
este orden de ideas, si el ser humano escapa del rigor de la naturaleza ¿hacia
dónde se dirige? ¿Qué lo atrapa de nuevo, que lo anilla y lo sujeta otra vez para
en su errar por el mundo y por la historia no enloquecer más de lo debido?
Juzgo
que no es suficiente para sujetarlo el mundo
de primer grado que configura y que, en términos heideggerianos, se define textualmente
como “la manifestabilidad de todo lo ente en cuanto tal, en su conjunto”. No parece
que este primer mundo básico, que resulta de predicar el hombre por doquier “a
la griega” el ser de las cosas, sea suficiente para anillarlo y sujetarlo de
nuevo a algo diferente de la naturaleza instintiva. Urge entonces la
configuración de un mundo de segundo
orden, una nueva morada constituida por las nuevas sujeciones no naturales como
el lenguaje, las representaciones sustitutas de lo real y lo simbólico; por los
imaginarios normativos totémicos y tabúes, los relatos, los mitos de origen y
de orden de las cosas sueltas y errantes de este mundo, los dioses y las
religiones con sus preceptos morales. Y más tarde las leyes y las instituciones
laicas. De no ser por la configuración de este mundo de segundo orden, que pasa
a ser la nueva morada humana cultural artificial donde nos refugiamos a vivir, de
ninguna manera natural e instintiva, el animal humano des-sujetado y
des-anillado de la naturaleza enloquecería absolutamente, mucho más de lo que
ya ha demostrado estar.
Luego
de este breve recorrido, queda claro que la especificidad humana a la que
llegamos, es absolutamente otra cosa en comparación con la que el humanismo
filosófico moderno occidental predicó. Incluso en términos de la radical
neotenia, el ser humano terminaría siendo un error evolutivo. Tal vez no sea así.
Pero, si lo es, qué hermoso, lúcido, desgarrado, contradictorio, peligroso y
loco error. La paradoja es que gracias a la ciencia humana, ahora sabemos de
donde hemos venido. África, morada al Sur de las múltiples, profundas y
decisivas mutaciones. Sabemos ciertamente, en consecuencia de dónde provenimos,
pero no tenemos ni remota idea de dónde hemos venido a parar.
Termino,
tocando de prisa y casi sin querer, ese otro profundo desgarramiento de la
especie humana, fundador del orden primordial y básico de la humanidad como
escisión. Me refiero al conflicto edípico y al tabú del incesto, mediante el cual el padre-autoridad funda
al hijo en el límite y lo introduce desgarradoramente en el mundo de lo
simbólico. Y lo hago, con el fin de reforzar por otro camino el derrumbe de la
idea que del ser humano elaboró el humanismo filosófico. Para lo cual recurro a
un pensamiento desconcertante del ya citado Giorgio Agamben, que me he permito
un poco retocar. Dice así y así termino:
“La
mujer rescata y pone a salvo al hombre de la sombra de la madre. Lo hace suyo y
lo hunde en las tinieblas de su carne, para luego redimirlo en el amor”.